¿Cómo tiene que ser la música en la liturgia?

Ilustración-música-misa(Vida Nueva) ¿Qué es lo que hace buena una u otra música a la hora de emplearla en la Eucaristía o en cualquier celebración litúrgica? ¿Hay un género o un repertorio más adecuado que otro? En la sección ‘Enfoques’ de esta semana, dos especialistas abordan este asunto. Ambos coinciden en que lo fundamental es que la música ayude a sentir y celebrar. Desde ahí, cada uno pone el acento sobre las cualidades esenciales.

 

De calidad, actual y participativa

Maite-Lópezp(Maite López Martínez– Licenciada en Comunicación Social por la Universidad Pontificia Salesiana de Roma y cantautora) La premisa sería: ¿hace falta música en la Misa? Diría rotundamente que sí hace falta (o, al menos, se echa en falta) música en las celebraciones eucarísticas. Porque la música “constituye una parte necesaria o integral de la liturgia” (SC, 112). Porque la música une, centra, ambienta, reaviva, dinamiza, concreta, expresa y compromete. En una palabra: ayuda a vivir la eucaristía.

Las celebraciones, por definición, son siempre gozosas. No podemos convertir la Misa en una rutina, ni en una devoción particular o un rezo cualquiera. Cuando la vivimos así, la música estorba. La Misa, ¿es un momento de alegría? No es una pregunta lanzada al aire. Es un asunto vital que afecta no sólo a la cuestión musical, sino a la esencia misma de nuestra fe. Sólo si la respuesta es positiva, tiene sentido la pregunta sobre qué tipo de música en la Misa.

A estas alturas del postconcilio (del Vaticano II), resulta estéril la discusión sobre los géneros y los instrumentos musicales adecuados o inapropiados para la Eucaristía, por más que haya quien aún se encuentre estancado en esa fase. El órgano, aunque sea el instrumento rey y su sonido inunde catedrales y corazones, ni “sólo” ni “nunca”.

Los instrumentos acústicos (la guitarra a la cabeza) han prestado un gran servicio en las comunidades. Los eléctricos son poco frecuentes, pero no hay por qué despreciarlos. Como en todo, lo importante es el ‘saber estar’ de los intérpretes y el saber adaptarse a los diferentes ambientes. Es lo que llamamos inculturación. No podemos perder de vista que la música está al servicio de la celebración, de la comunidad, y que debe ayudar, nunca entorpecer. Igual distrae y molesta una guitarra aporreada que un órgano desafinado y altisonante. Por otro lado, cierto que hay géneros que han nacido al abrigo de las iglesias, como el gregoriano o el gospel, pero casi todo es adaptable si se tiene una clara orientación eclesial. El pop (por citar el género más habitual) no está reñido con la fe ni con una serena celebración. Pero hay cuestiones mucho más de fondo de las que no conviene distraerse; elementos importantes que requieren medidas pastorales y tomar en serio la educación musical en el seno de las parroquias, los colegios y, especialmente, en todas las estructuras formativas como los seminarios o noviciados.

Dicho esto, es importante añadir matices, preferencias y criterios. La música en la Misa debería ser de calidad. Más allá de los gustos, casi todos somos capaces de distinguir una buena música de una música “pachanguera”, simplona o mala. Debería ser participativa. Canciones que la gente pueda cantar, relativamente sencillas, sin que sean monótonas. También la escucha de la música, que es siempre activa, puede ayudar a que participemos más en la Eucaristía. Si no hay interpretación en vivo, que haya una buena audición, fruto de una cuidada selección de discos, pues ya que no podemos cantar, que, al menos, podamos escuchar con gusto y placer. Que sea música actual (por letra y melodía). Es importante, como en todos los ámbitos de la fe, que la liturgia y sus expresiones (la música dentro de la celebración eucarística, lo es) se adapten al tiempo que nos toca vivir y a la cultura en la que se encarna. Es verdad que algunas obras y autores tienen esa capacidad de ser siempre actuales: si pasan los años y siguen sonando en nuestras iglesias, es porque mantienen un enganche con la realidad y la gente de hoy. Siguen teniendo algo significativo que decir. Que el lenguaje esté “al día” y también la teología, la eclesiología o la mariología que esconden. Que haya repertorios renovados. A ser posible, que haya coro en vez de solistas, para que no se convierta en un concierto. No hacen falta profesionales, basta un grupo de gente bien dispuesta y, eso sí, educada en la música y con horas de ensayo a las espaldas.

Obviamente, no puede existir este tipo de agrupaciones sin una persona que los dirija. De ahí que necesitemos preparar líderes y gente cualificada para dinamizar esta dimensión en nuestras comunidades. Y, aunque la interpretación de un grupo de personas siempre anima más a la participación, debemos sentirnos agradecidos y afortunados si encontramos algún solista que, por gusto, por estar especialmente dotado o porque no le queda otro remedio, entona las canciones y acompaña musicalmente. En resumen, música de calidad, actual y, sobre todo, participativa, porque es música de y para la asamblea.

 

Sencilla y digna, no ramplona

Antonio-Alcalde(Antonio Alcalde Fernández– Profesor de Música Sacra en la Facultad de San Dámaso en Madrid y coordinador del Dpto. de Música de la Comisión Episcopal de Liturgia) Cuando a san Pío X, siendo canónigo en Treviso, le preguntaron “¿qué cantamos en la Misa?”, su respuesta fue decisiva, emblemática y sugerente: “Cantar la Misa”, es decir, aquello que pertenece por esencia a la Misa: los cantos del Ordinario, que son los que constituyen como un memorial de la comunidad cristiana. Esto nos lleva a dar un paso decisivo en la música para la Misa: lograr dar el paso de una liturgia con cantos a una liturgia cantada; de una liturgia con cantos periféricos a la celebración, a una liturgia con sus cantos nucleares.

La música que se produce en el interior de la celebración es el signo simbólico de lo que se está celebrando. Su música ya no es de por sí música de arte en el sentido actual de la expresión, sino música ritual al servicio del texto. La calidad musical del canto de un prefacio o de las respuestas de la asamblea, del Señor ten piedad, Santo, Gloria o Cordero de Dios no se han de medir según las normas de una estética puramente musical, sino a partir de lo que es un prefacio, una aclamación o un canto del Ordinario. Por otro lado, el canto nos va a dar la clave de la celebración, si cantamos en clave individual o comunitaria, personalista o de asamblea que celebra, en clave de “sentir con la Iglesia” o en clave de mi iglesia o grupo al que se pertenece, en clave de amenizar o en clave de participar. “Dime lo que cantas y te diré lo que crees”, es el título de un libro de M. Scouarnec. El canto, que es reflejo de la vida de la asamblea, será uno de los principales indicativos de la eclesiología en que nos situamos.

En la asamblea litúrgica nadie debe quedarse sin cantar. Abstenerse del canto equivale a marginarse de la asamblea y romper la unidad de la misma. Ya que el canto aglutina y armoniza a los reunidos, si el unísono de las voces es imagen y signo eficaz del unísono de los corazones; si el canto crea fiesta, si arropa la Palabra de Dios y las palabras que el pueblo creyente dirige a Dios, si crea comunión, confraternidad, reconciliación…, nadie, por tanto, debe permanecer como un mudo espectador en la asamblea.

¿Sirve cualquier canto para la celebración? Evidentemente, no. Sí nos servirá el canto que esté al servicio de la acción ritual para vivirla y potenciarla, que esté al servicio de la asamblea celebrante y no aquél que utilice la asamblea como plataforma para un determinado tipo de música, de repertorio, de lucimiento personal, de gustos o de preferencias musicales personalistas. No se trata tanto de que hagamos liturgias pomposas, ceremonias estéticamente bellísimas, sino más bien de orar, festejar la alegría de estar reunidos, de acoger en nosotros la Palabra que transforma, purifica, renueva, hace vivir y nos abre al Otro y a los hermanos.

El canto celebra y la celebración canta

Todo ha de cantar en una celebración. El canto celebra y la celebración canta. Una bella celebración, en todos sus aspectos, sin olvidar los cantos, es la mejor invitación a participar en ella. La Iglesia ha privilegiado desde siempre el canto porque está unido a la palabra, dándole la primacía al texto. Por tanto, es imprescindible que el canto y la música sirvan para expresar y confesar la fe de la Iglesia, que los cantos estén al servicio de la fe y de la celebración, y se tenga en cuenta que la celebración litúrgica es, ante todo, confesión y celebración de lo que la Iglesia cree.

Música sencilla y digna, no ramplona y vulgar; textos bíblicos o ambientados en pasajes bíblicos; textos eucológicos; textos patrísticos; textos confesantes de la fe, y no informantes de la fe. Dejemos atrás tantos cantos y estribillos que son más devocionales que litúrgicos, más individualistas que comunitarios, relatos y costumbres más bien en forma de eslogan que de oración.

En la Eucaristía, celebración litúrgica de la Iglesia, “¡Cantad el cántico nuevo!, nada de viejos estribillos. ¡Cantad los cantos de amor de vuestra Patria!, nada de viejos estribillos. Ruta nueva, Hombre nuevo cántico nuevo!” (san Agustín, Enarr. ln Ps LXVI, 6), porque “nada hay más festivo y más grato en las celebraciones sagradas que una asamblea que, toda ella, expresa su fe y su piedad por el canto” (MS, 16; SC, 112).

En el nº 2.677 de Vida Nueva.

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