Pa que se acabe la vaina

MONSEÑOR FABIÁN MARULANDA, Obispo emérito de Florencia

El análisis de la realidad colombiana ha dejado de ser exclusividad de sociólogos, economistas y politólogos, para ser asumido también por una nueva generación de escritores y novelistas.

La novedad que éstos han introducido es hacerlo desde una óptica histórica, respondiendo básicamente a dos cuestiones: ¿por qué somos así? y ¿cómo hemos llegado a ser lo que somos? En otras palabras: ¿por qué hemos llegado, a diferencia de otros pueblos, a situaciones tan extremas y prolongadas de violencia, de rebeldía, de conflicto, de insatisfacción y de rechazo de unos a otros?

Tal es el caso de William Ospina, joven escritor tolimense, autor de novelas históricas como Ursúa, El País de la canela y La serpiente sin ojos, (trilogía sobre el descubrimiento y los viajes al Amazonas en el S. XVI), quien ahora nos sorprende con una nueva obra: Pa que se acabe la vaina, ensayo crítico en el que trata de encontrar a los culpables de nuestros males actuales.

El autor señala culpas y responsabilidades a diestra y siniestra; no se escapan los padres de la Patria, los militares, los gobernantes, los jueces ni los legisladores; tampoco los Presidentes de la República ni las instituciones fiscalizadoras. Y por supuesto, no se escapa tampoco la Iglesia católica, cuya historia ha corrido pareja con la historia del país.

Letanía de señalamientos

En la letanía de señalamientos que, a juicio del escritor, determinaron a la larga parte de nuestros males, aparecen los siguientes: la educación clerical desde el inicio mismo de la República; el oscurantismo y las arbitrariedades de la Inquisición; la discriminación de los hijos de uniones no bendecidas; la alianza del poder eclesiástico con los poderes del mundo; la satanización del pensamiento liberal; los privilegios que mantuvo la Iglesia hasta la Constitución del 91; y la perpetuación de la Edad Media más tenebrosa que en cualquier otro lugar del continente. Sobre lo último, “basta recordar, escribe, que hace apenas un cuarto de siglo quienes querían contraer matrimonio civil tenían que ir a los países vecinos, porque en Colombia el único matrimonio con validez era el católico”.

Siendo que la obra no tiene una intención polémica, hay que admitir que la mayoría de estos señalamientos se dieron no solo en Colombia sino también en otros países de América Latina que, no obstante, no han corrido con la mala suerte de Colombia. Pero si hemos de ser justos, hay que admitir que hoy son situaciones superadas: de buena o de mala gana, la Iglesia renunció a los privilegios del régimen concordatario, aceptó la separación de la Iglesia y del Estado, marcó distancia de los partidos políticos, entregó la educación contratada, acogió a los hijos de parejas unidas por lo civil o en unión libre (algunos han llegado incluso al sacerdocio). Así, la Iglesia se siente hoy libre para proclamar la verdad sobre la vida, la paz y la reconciliación entre los colombianos.

Y por si esto fuera poco, tenemos al frente de la Iglesia al papa Francisco, una verdadera bendición de Dios, que nos motiva, con su mensaje y su ejemplo, a abrir las puertas para acoger a los pobres, a los pecadores y a los marginados de la sociedad; para atraer en vez de rechazar y para ir al encuentro de quienes tienen otras creencias u otras ideologías.

Todos estamos de acuerdo en que el país tiene que cambiar y que en el empeño de construir un país nuevo son muchas las cosas que hay que dejar atrás; estamos frente a un país que se cansó de tantos males juntos: guerrilla, paramilitares, narcotráfico, violencia, desprecio de la vida, corrupción, injusticia, pobreza. La solución será obra de todos: hay muchas cosas por perdonar y olvidar y muchas por hacer.

No vale entablar polémicas, pues el mismo derecho tendrían todos los aludidos en la obra. Más bien, tomémoslo al estilo vallenato: “Yo tengo un recao grosero para Lorenzo Miguel: él me trató de embustero y más embustero es él. Lo lleva él o me lo llevo yo, pa que se acabe la vaina”.

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