José Beltrán, director de Vida Nueva
Director de Vida Nueva

El año de Freeman


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Todas las tardes, apostado en la entrada del supermercado. En más de una ocasión le había dado limosna. Un euro para calmar la conciencia y esquivar un diálogo que me haría cómplice. Miedo injustificado al migrante y cobardía de un cristiano de salón, esos que tanto me afano en condenar. Hace unas semanas rompí el muro de la indiferencia preguntándole su nombre, un gesto ridículo para cuantos se dejan la piel diariamente en las fronteras.

Es nigeriano, está casado y tiene cuatro hijos. Llegó a Madrid en 2007 después de jugarse la vida en una patera en el Mediterráneo. Él lo cruzo, otros se han quedado en el mar. También en 2016. Se llama Freeman. Hombre libre. Paradoja.

Freeman ha encadenado pequeños empleos y varias operaciones quirúrgicas. Actualmente tiene un contrato como friegaplatos en un restaurante. Solo tres horas al día que dificultaban la renovación de su permiso de residencia. Paso de cómplice a corresponsable. Una llamada a Pepa Torres, la religiosa de Lavapiés que es mucho más que un ángel de la guarda de los “sinpapeles”. En apenas unos días, Pepa tiene un plan. Siempre lo tiene. Pero no hará falta utilizarlo. Cuando se lo voy a comunicar a Freeman, me recibe con una sonrisa y un abrazo. El Gobierno le ha comunicado que podrá quedarse dos años más. Respiro momentáneo. La incertidumbre que le ha acompañado este año, lamentablemente, volverá.

Desconcierto. Inquietud. Miedo…

Incertidumbre. O mejor, desconcierto. Que atosiga a todo migrante, que condena a los refugiados. Es lo que les deja este 2016 a una Europa que ha levantado otra frontera más disfrazada de acuerdo al que viene de lejos huyendo de la guerra o del hambre. Una decisión que mina el derecho a emigrar. Y una ausencia de cooperación internacional que deja libertad de acción a los poderes económicos y unas mafias que anulan el derecho a vivir en la tierra que les vio nacer.

Desconcierto. O quizá, inquietud. La que dejan tras de sí unas cuantas urnas. Esas que han borrado los puentes a una isla llamada Reino Unido. Esas que han herido la paz en Colombia. Esas que se han repetido hasta el cansancio en España. Esas con las que Estados Unidos ha dejado perplejo al mundo. Esas de las que tiene hambre Venezuela.

Inquietud. Con dosis de miedo. La irracionalidad del terrorismo que se ampara en la religión para desolar lo mismo en una iglesia de Francia que en las calles de Bagdad. El disparate de esta guerra mundial por fascículos que arrecia en Oriente y se ceba con África. La mirada de un mundo que seguimos midiendo y contando desde las zonas del confort del Norte y con la altivez de residir en el centro. Que sigue sin mirar de tú a tú al Sur, que continúa sin contar con las periferias.

Miedo. Que sabe a horror. Porque las víctimas de toda esta maraña continúan sin voz, en Siria, en Sudán del Sur, en el Haití de la fallecida Isa Solá.

Porque en 2016, la intrahistoria de los últimos solo ha salpicado alguna que otra cumbre y congreso cargados de buenas intenciones, pero todavía con falta de voluntad real de cambio para las víctimas de la trata, de los abusos, de la corrupción, de los despidos improcedentes, de los ancianos abandonados y los niños explotados.

… Y misericordia

Incertidumbre. Desconcierto. Inquietud. Miedo. Horror. Ante un calendario que se agota. El año tiene las horas contadas, pero no la misericordia que renace en cada hoja del almanaque. El jubileo ha empapado la vida de los católicos hasta que el 20 de noviembre se cerró la puerta Santa. Pero la misericordia no se clausuró, aunque hay quien la diera por agotada. Amoris laetitia llegó para quedarse como manual para aprender a abrazar como el Padre en el lienzo de Rembrandt. Esa misericordia que no es receta ni suma de normas. Misericordia que se adentrarse en el discernimiento a partir de las heridas de cada hijo pródigo. No sin resistencias. Misericordia ara aterrizar en cada diócesis las propuestas de un pontificado que huye del maquillaje y presenta a la Iglesia en el espejo del Evangelio con la cara recién lavada.

Unos cambios que en estos 365 días se han empezado a palpar en parroquias, conventos, planes pastorales, tribunales, Conferencias Episcopales… En cardenales de estreno que no ya no sueñan con ser príncipes y en obispos de nuevo cuño que no se sienten dueños de la fe de nadie, sino compañeros de camino, hasta de los que están fuera. Misericordia que contagian unos jóvenes con pasaporte a Cracovia dispuestos a salir de su zona de confort. Misericordia que se sella en un ecumenismo de la caridad que aparca las diferencias para tender puentes en lo esencial. Misericordia que sabe a fe en el otro. En un hombre libre. Freeman.

* Artículo publicado en L’Osservatore Romano, 31 diciembre 2016