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¿Por qué el Dios del amor permite que suframos?


Una obra de Gisbert Greshake (Sígueme, 2008). La recensión es de Diego Tolsada.

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¿Por qué el Dios del amor permite que suframos?

Autor: Gisbert Greshake 

Editorial: Sígueme 

Ciudad: Salamanca

Páginas: 144 

 

(Diego Tolsada) El tema del dolor no está de moda, pero hay que afrontarlo teóricamente, a pesar de las dificultades que tienen las respuestas tradicionales. Siempre que sufrimos, pensamos sobre su sentido y el dolor sigue siendo la gran objeción contra Dios. Sólo si hay buenas razones para que Dios permita el dolor, se podrá creer en Él. Por eso, la teodicea sigue teniendo razón de ser. La compatibilidad de Dios y el dolor es plenamente bíblica: es la función de los relatos del estado de los orígenes, que exigen una re-interpretación actual. El autor de este libro, Gisbert Greshake, dice que su propuesta no es nueva, pero intenta presentar la tradición de manera renovada.

Hay dos tipos de dolor. Uno, moral, surge del abuso de la libertad humana. La Creación es fruto del amor de Dios, que quiere que sus criaturas participen de su vida. En el hombre este don comporta la libertad. Y con ello va inevitablemente unido el sufrimiento, fruto de una decisión errada. Así entendido, no comporta ninguna objeción contra Dios. El hombre es el responsable de él y el encargado de acabar con él. Dios se ha determinado a respetar la libertad humana. Su omnipotencia es de amor: al crear por amor al ser humano con libertad, también queda abierta la posibilidad de que pueda acontecer el mal. Esto implica tomarse en serio lo que es el pecado (y no exculparlo). Es ésta la causa de tanto dolor (san Anselmo). Así de grave es: tanto como para causar el dolor del mundo, incluido el de las víctimas inocentes.

El otro tipo de dolor es el físico, que tiene su origen en la creación misma. La respuesta clásica ha sido retrotraerlo al mal moral (las estructuras del mundo se han vuelto dolorosas para castigar al hombre). Esto no es admisible hoy. El hombre es cima y fin de la evolución. Pero en el proceso se producen fallos, saltos… Esto explica que la evolución se realice en un marco de sufrimiento, la otra cara de las leyes que dan a luz un mundo tan perfecto. Son el producto colateral necesario de la perfección, lo que no habla contra Dios, sino que es el precio del amor y de la libertad. Esto se refuerza con el hecho de que el pecado ha roto nuestra inmediatez con Dios, y de ahí nuestra mayor dificultad para integrar el dolor en la vida.

La objeción a este planteamiento es conocida: es un precio demasiado alto. Debe haber otra cosa que explique el dolor: un mal primordial, un Satán, un anti-Dios. Hay, pues, un mal básico en la evolución, pero reforzado por el pecado original, que implica múltiples “relaciones misteriosas” entre el hombre y la naturaleza. Dios no quiere en absoluto el dolor ni el pecado. Pero sí quiere por amor nuestra libertad. Por eso no quiere la absoluta ausencia de dolor al coste de la absoluta falta de libertad. 

Lo que hace es introducirse él mismo en el dolor y hacerlo suyo. Así supera el dolor: muriendo por amor. Jesús se ha metido de lleno en el dolor para enmendar, sufriendo en su corazón y su cuerpo, la escisión producida por el pecado, y llama a ese camino a los que creen en él, que completan así lo que falta a su pasión (Col 1, 24). El purgatorio sería el dolor real que el hombre siente después de la muerte por su demasiado pequeño amor.

Desde la oración

El dolor puede ser superado. La esperanza apunta ya aquí abajo el inicio de esa superación, que implica la lucha contra el dolor desde el dolor. Seguirá existiendo, pero se trata de resistirle. Medio especial de ello es la oración, como exposición del dolor humano ante Dios, lo que cambia el horizonte experiencial del mismo y ayuda a crecer y madurar en el misterio de lo incomprensible aceptado, pues el Dios bueno sabe sacar siempre bien del mal (Agustín).

En resumen: “Dios permite el mal y el dolor porque su posibilidad es el envés necesario de una Creación que está llamada al amor y, por ello, a la libertad. Pero Dios mismo se introduce en este mundo del dolor para trasformar por el amor el dolor del hombre y, mediante el hombre, para superarlo” (p. 97).

El autor incluye una frase de S. Weil, que mantiene viva la gran objeción que trata de deshacer: “Ofrézcaseme lo que se me ofrezca en compensación de las lágrimas de un niño, nada hay que pueda llevarme a aceptarlas. Nada, absolutamente nada que la razón idee” (p. 74). 

La obra presenta, de manera breve y clara, un intento más de responder al problema del mal. Y lo hace, como se dice expresamente, desde el marco tradicional, aunque renovado. Los argumentos son los de la teodicea tradicional, que, según el autor, sigue teniendo su razón de ser, pese a la crítica recibida desde Kant

Hay una crítica clara y directa a los intentos representados por Rahner, Moltmann y Metz de aceptar el dolor mismo en Dios. El argumento en contra de éstos es ya conocido en la teología actual: un Dios débil, sufriente y despojado de la omnipotencia no puede ofrecer salvación Pero, al negarse este camino, la única vía que queda es, más o menos renovada, la tradicional, que arrastra consigo las objeciones de ya una larga y sólida alternativa. 

Y ésa es la impresión final que queda de la lectura de la obra: un intento de abordar el tema desde una postura que, para superar las dificultades de los nuevos intentos de respuesta, no soluciona esas dificultades, sino que vuelve la vista atrás, buscando en argumentos insuficientes en nuestra cultura respuestas que han perdido su pertinencia, aunque se presenten renovadas: la maldad del hombre, el pecado de origen como causa del mal; exculpar a Dios a toda costa pero, al mismo tiempo, seguir afirmando su amor y omnipotencia; culpar a la libertad humana, que no sólo es débil sino que afecta solidariamente a todos y a las mismas estructuras de la realidad… No es extraño en este contexto que se insista como remedio en la oración, se hable del purgatorio y hasta de los milagros, incluso se perciba un trasfondo del tema de la satisfacción vicaria en el hecho de que Jesús viene a aceptar el sufrimiento humano para reconciliarnos con Dios. Estamos, pues, ante un intento honesto y bien trabado de actualizar la teoría clásica. Pero la pregunta es si supera las objeciones que nuestra cultura viene realizando desde hace tiempo a esa teoría.

En el nº 2.663 de Vida Nueva.

Actualizado
05/06/2009 | 09:32
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