La voz interior de Yayoi Kusama

La vida –y la obra infinita– de Yayoi Kusama (Matsumoto, Nagano, 1929) es un extraordinario “himno a la vida”. Así es, así la describe el crítico de arte Akira Tatehata y así se vive en el Museo Guggenheim de Bilbao, que le dedica una retrospectiva que seduce al espectador y en la que mana la poderosa voz interior de la más internacional de las artistas japonesas. Ella misma recoge esa experiencia en un poema escrito semanas antes de esta fabulosa exposición: “En este mundo caótico/ usaría todo el poder del arte/ para expresar plenamente el deseo de paz/ y la magnificencia de la humanidad./ Corazones ardiendo con un amor rojo llama,/ eterno e inagotable./ Oremos juntos por el amor”.



La muestra de Bilbao –Yayoi Kusama, desde 1945 hasta hoy, abierta hasta el 8 de octubre– recorre la trayectoria de una figura imprescindible en el relato del arte contemporáneo del siglo XX, un icono de la moda que expresa a través de su obra, como ella misma define, “una acumulación infinita de obsesiones” acodadas en preguntas existenciales y que conforman el origen de su arte. Los comisarios, Doryun Chong y Mika Yoshitake, en colaboración con Lucía Aguirre, lo han desglosado en seis grandes temas: el infinito, representado en sus famosas tramas de redes y de lunares; junto a la acumulación, la conectividad radical, lo biocósmico, la muerte y la fuerza de la vida.

Quizás toda esta poderosa temática, que enlaza una trayectoria de casi ochenta años que el Guggenheim replica en doscientas obras realizadas desde la II Guerra Mundial –entre pinturas, esculturas, performances, imágenes en movimiento e instalaciones de grandes dimensiones–, no es más que el eco de esa poderosa “voz interior”, comprometida con el ser humano, con su libertad, con su creatividad, con su crecimiento, con su sabiduría, con la naturaleza, con su “espiritualidad cósmica”, con el alma, con la plenitud de la vida. “¿Qué significa vivir una vida? Me pierdo en este pensamiento cada vez que creo una obra de arte, confiesa Kusama.

En su heroica búsqueda del arte por encima de todo –y que en 1957 le llevó a emigrar hasta Nueva York con sesenta kimonos de seda y dos mil dibujos como equipaje–, Yayoi Kusama es mucho más que un ejemplo de cómo canalizar las alucinaciones y la neurosis con el ejercicio de la pintura, retrato al que a veces se le reduce injustamente: su inconfundible estética demuestra, como ella misma reivindica, que su arte es una búsqueda plenamente consciente: “Creo arte para la sanación de toda la humanidad”.

La fuerza de la vida

En estos últimos años, con los ecos de la pandemia, esa resonancia plena de vitalidad es todavía mayor y –como apunta Lucía Aguirre– se centra a escala más pequeña que su habitual gran formato: la serie titulada ‘Ruego todos los días por el amor’. Ahí también, como en el cosmos que siempre le ha servido de espejo para su pintura, hay agujeros negros, oscuridad y deseo de muerte; pero triunfa la vida, la energía de la vida, la “fuerza de la vida”, como denominan los comisarios esta última etapa de su vida y de su obra. Sobre el tema vuelve una y otra vez desde su refugio de Tokio, ya reflejado con antelación en sus alegres y coloridas obras de la serie ‘Mi alma eterna’ (2009-2021).

En el Guggenheim se puede ver, además, una de las últimas obras inmersivas sobre las que también ha venido trabajando en los últimos años, volcando esa “naturaleza cósmica” sobre la que se extiende su humanidad: Sala de espejos del infinito. Deseo de felicidad para los seres humanos desde más allá del universo (2020), incluida en la exposición ‘Secciones/Intersecciones. 25 años de la Colección del Museo Guggenheim Bilbao‘, que convive con la retrospectiva. Ahí está presente todo su universo obsesivo, incluido lo que denomina necesidad de “auto-obliteración”, de eliminación del yo, donde nos invita a desaparecer en el vibrante universo infinito de luces y colores, de almas y de vidas.

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