Escribe el periodista que más trató al obispo auxiliar emérito en los últimos años

Velatorio de Iniesta, ayer en Madrid; a la izquierda, el autor del artículo da el último adiós a don Alberto
JOSÉ LUIS CELADA | Puntual como pocos, Alberto Iniesta Jiménez (Albacete, 4 de enero de 1923) salió al encuentro de la hermana muerte en la residencia sacerdotal de su ciudad natal un día antes de cumplir los 93 años de una vida intensa, fraguada a caballo entre la periferia vallecana del posconcilio y la Transición española y su postrero retiro manchego. Aquí esperó –“con esperanza y entusiasmo, con optimismo y alegría”– lo que en uno de sus múltiples escritos definió como “la última aventura, el último torneo de una vida de aventuras, venturas y desventuras”. Y, llegada su hora, se entregó confiado a los brazos del Padre, porque “los cristianos –solía decir– creemos que en esa lucha la Vida siempre vence, por la Resurrección de Jesucristo, vencedor inmortal de la muerte”.
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Hacía tiempo que la luz se había ido apagando en sus ojos; no así su aguda visión del mundo y de la Iglesia. Perspicacia y fina ironía que le permitían describir la hermosura de la vista, y lo “barata” que resultaba para los videntes. Tan preciosa y “gratuita” como es la fe para los creyentes, añadía él.
Su inseparable lupa le ayudaba a diseccionar (literalmente) sobre el atril de la mesa de su habitación-despacho cuantas publicaciones llegaban a sus manos: Misioneros, Ecclesia, Vida Nueva… Sí, Vida Nueva, la revista en la que colaboró fiel y desinteresadamente durante décadas. Primero, con su cuidada caligrafía o su vieja máquina de escribir; más tarde, sorteando con paciencia y un tesón ejemplar los duendes del correo electrónico. Nada se le ponía por delante para acudir a su cita semanal o mensual con sus “buenos amigos” de Vida Nueva: con los lectores, que ya le están echando de menos; y con el equipo, cuya foto –junto a la de sus padres y hermanos– mostraba a sus visitas con orgullo de abuelo.
Tampoco sus piernas le acompañaron como hubiera deseado. Mientras soñaba con aquellas vacaciones en los Pirineos, con el pantano ilerdense de Oliana o con el claustro cisterciense de Poblet –testigo del oscuro túnel que hubo de atravesar en silencio y oración–, fue encajando con resignación cristiana e incluso con humor los “achaques” que tanto limitaron su movilidad. Se vio obligado a cambiar el andador por la silla de ruedas con la misma naturalidad con la que se ausentaba para revisar el estado de su pañal. “¿Será este el camino de la infancia espiritual?”, se preguntaba sin perder la sonrisa.
Firmeza y libertad de espíritu
A pesar de todo, don Alberto mantuvo hasta el último aliento la firmeza y la libertad que su cuerpo menudo se empeñó en negarle. Firmeza de ánimo y libertad de espíritu que nos hablan de un creyente adulto y de un pastor solícito, pero, fundamentalmente, de un hombre bueno.
Y culto, porque aquel aprendiz de sastre, botones de oficina, redactor del diario Albacete, empleado de la Caja de Ahorros de Valencia y, finalmente, seminarista, sacerdote y obispo fue, además, reconocido melómano, amante del buen cine y lúcido notario de una realidad que adiestraba aquí y allá con su amorosa pluma.
Allá por los años 80, con ocasión de los Reyes Magos, escribía: “Siempre tenemos algo que aprender y enseñar: todos de todos. Pero Él es la única fuente de todos los saberes. Todos tenemos luces. Pero Él es la Estrella”. Hoy, en vísperas de la solemnidad de la Epifanía del Señor, ya tenemos otra luz que nos alumbra el camino hacia esa Estrella.
¡Gracias, don Alberto, por su guía e intercesión! Quienes tuvimos la suerte de conocerle estrenamos este 2016 un poco más huérfanos, pero también un poco más santos.

Los restos mortales del obispo Iniesta reposan en la capilla de Nuestra Señora del Buen Consejo de la Colegiata de San Isidro (Madrid)
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