Tribuna

Un plan para resucitar a cada uno de nosotros, por María Luisa Berzosa

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La Pascua es el punto central de la vida cristiana. Durante 40 días antes, nos preparamos con la Cuaresma. Esta de 2020 quedará como una Semana Santa muy especial: el mundo detenido, en casa, mucha gente enferma; otros, muriendo.



La Cuaresma es tiempo de cambios, de pequeñas o grandes muertes que nos llevan de la mano a la vida pascual. Este tiempo de cuarentena forzosa y prolongada me ha sido muy propicio para un cambio del todo inesperado. He tenido que suspender planes: agenda, horarios, relaciones, encuentros, voluntariado; el reloj se detuvo y no era por falta de pilas; cada mensaje recibido cancelaba algo, los preparativos dejaron de ser urgentes, todo se remitía a un después lejano e incierto.

Aceptar la realidad

El calendario parecía estático; arrancaba las hojas sin percibir casi el paso del tiempo. Los días amanecían grises, la primavera llegó, pero tardé en darme cuenta, menos mal, de que, frente a mi ventana, veía hierba salvaje, fresca y palpitante. Un día me sorprendí con la pregunta: ¿cómo quieres vivir esta Cuaresma? ¿En qué deseas cambiar? Y no tuve que buscar muchas respuestas: acepta la realidad como es, sé paciente con lo que no puedes cambiar, hay un bien mayor en juego; pero luego no faltaban otros pensamientos: ¿qué haces aquí con la ayuda que se necesita fuera?

Me debatía entre varios sentimientos: estar, aceptar, pasar el tiempo, asumir… Algo pasivo. Y hacer: dar una mano a hermanas mayores, a personas solas. Y, sin embargo, la escucha, el silencio, la oración, el acompañamiento, los insignificantes detalles domésticos son mis pequeñas conversiones no programadas, sino al dictado de la realidad que me envuelve. ¿Me voy dejando convertir? ¿Voy entendiendo que esos cambios me llaman a una conversión desde dentro? ¿Sé asumir esa activa pasividad?

Con realismo y esperanza

A medida que transcurren los días, llenos de noticias, voy cayendo en la cuenta de que, si no me dejo “convertir”, si no asumo el hoy y aquí, con realismo y esperanza, los cambios pueden ser superficiales, sin tocarme el corazón.

Pero llega el Triduo Pascual y las celebraciones virtuales me confirman: no hay vida sin muerte, no hay resurrección sin pasión; resucitar es dejarnos cuidar por Dios para aprender a cuidar de los demás, como hace Él. Su oficio es el de consolador, y consolar en tiempos de pandemia es cuidar y cuidarnos, como personas, familias, comunidades, como Iglesia compasiva y samaritana, hecha hospital de campaña, en primera línea de atención material y espiritual, en salida; sinodal, donde muchas personas, desde la gran diversidad, somos y nos sentimos pertenecientes. Resucitar es soñar, mantener la esperanza, resistir con alegría; permanecer atravesando las apariencias; resucitar es volar sin cortar alas a la libertad, con escucha del Espíritu y en búsqueda de discernimiento continuo.

¿Me dejo resucitar?

Y, de nuevo, la pregunta personal: ¿me dejo resucitar? ¿Estoy dispuesta a ser consuelo y bálsamo, aliviadora de tanto sufrimiento y dolor? ¿Dejo que mis entrañas de mujer se conmuevan y salga mi ser de cuidadora al modo del Resucitado? ¿Y si todo queda en bonitos deseos? Necesitaré un proyecto de vida discernido, acompañado, confrontado con la Palabra y la realidad, para que la experiencia se grabe en mi memoria cordial y pueda vivir el “después” con la “novedad” de los aprendizajes vitales adquiridos.

La situación me “convierte” durante la Cuaresma y me “resucita” en Pascua; esta historia enigmática me marca el camino a seguir y mi corazón femenino canta: “Aleluya, la vida es más fuerte”.

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