Tribuna

Separados y divorciados: todos caben en la Iglesia

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Hoy soy yo el que escribe, pero varios misioneros antes que yo han ido acompañando a estos hermanos y hermanas nuestras que se han visto afectadas por el dolor y el sufrimiento que trae consigo la separación, porque conlleva el derrumbamiento de su proyecto vital, de su anhelo y deseo de dar y recibir amor y de que este sea fecundo, no solo en los hijos sino en todas las áreas de sus vidas.



No hemos sido solo los misioneros los que hemos acompañado a las personas en este proceso de duelo y que en su mayoría, gracias a Dios, culmina en una resignificación de su proyecto personal. Ha sido gracias a nuestros compañeros y compañeras de camino, con quienes compartimos la misión.

Me refiero a los laicos y laicas que han pasado por esta circunstancia y que no solo han curado su herida personal, sino que, como buenos samaritanos, con nosotros y desde nuestro carisma, han auxiliado, atendido, curado y cuidado de otras tantas personas que han pasado y pasan por este doloroso trance.

Sin etiquetas

El inicio de la pastoral de sepas, como cariñosamente los llamamos, surgió sin ningún planteamiento previo, sin ninguna estrategia pastoral predeterminada, simplemente se les invitó. Comenzó sin proyecto, sin temario ni itinerario. Inició como hace una madre cuando su hijo demanda su atención, sin preguntar las causas, sin hacer hincapié en los errores, solo acogiendo y respondiendo a la petición. Ah, y quitando todo vestigio que pudiera etiquetar. Ya al inicio del curso les hacemos tomar conciencia de que “no son separados, lo están”.

La razón es muy sencilla pero absolutamente evangélica, son mucho más que eso, son personas. Y esto vale para todos los estamentos que en la pastoral desempeñamos los religiosos, las personas no son huérfanos, o hijos de madres solteras, o inmigrantes o… no, son personas. Esa es su identidad. Más aún, son hermanos y hermanas con igual dignidad y amados de la misma manera por el padre común.

Que gratitud se experimenta al ver a una persona que sana su herida dándose nuevamente la oportunidad para amar y sentir el amor abriendo su vida a la entrega y al servicio.

  • Integrar a los “sepas” en la “casa grande” con mucho amor supone:
  • Acoger desde una actitud de verdadera escucha, con  empatía y compasivamente, es decir, como quien se pone en el lugar del otro, siente y padece con él.
  • Compartir porque verbalizar es poner nombre a aquello que sentimos, tal y cómo lo sentimos. Expresarlo es terapéutico ya que el oírnos hablar a nosotros mismos nos permite tomar distancia y esto abre un espacio para la propia reflexión.
  • Sanar, ya que la persona separada ha sido herida y ha quedado dañada en su autoestima. Ofrecerla alivio y, al mismo tiempo, ayudarla a afrontar su crisis haciendo frente a su sentimiento de fracaso. Sin ahorrarle el sufrimiento pero sembrando en ellas esperanza.
  • Liberar, esto es, proporcionar las herramientas para que puedan reemprender de  nuevo el camino y retomar su vida.

Y todo esto, asumiendo nuestros propios límites y dificultades, sin omnipotencias narcisistas, porque no siempre podemos “solucionar los problemas inherentes a la separación” solo podemos humilde y sencillamente acoger, escuchar, compartir, sanar y liberar; es decir, abrirles la puerta para entrar a formar parte de la casa grande.