Tribuna

Sacerdocio y celibato: atentos a los signos de los tiempos

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Sacerdocio y celibato son vocaciones distintas que no tienen por qué ir necesariamente unidas, como desde hace siglos sucede en la Iglesia católica latina, ni tampoco invocar para ello el derecho divino, según se empeñan a veces por ahí eclesiásticos propensos a la descalificación y el insulto contra quien opine de modo diferente. La prueba es que gran parte del Colegio Apostólico eran casados. Y algunos santos padres de la Iglesia, pese a ser obispos, también.



El actual estado de cosas, pues, responde a medidas diciplinares de la Iglesia, la cual es, en consecuencia, muy quién para cambiar de rumbo, sea cual fuere el viento de la hora –como aconteció, por ejemplo, con el Concilio de Elvira–, y ello siempre que lo estime oportuno por conveniente y hasta incluso necesario, según los signos de los tiempos.

A partir de ahí habrá que ver cuáles sean las circunstancias en cada caso, cuáles los riesgos que ellas conlleven y cuáles, en fin, las condiciones que los citados rumbos determinen. Nunca la radicalidad fue buena consejera. Tampoco lo son la tibieza, las medias tintas y la lentitud. Ni el “adiós muy buenas, que para luego es tarde”… Porque ese “tarde” a menudo es “nunca”.

De modo que tiempo al tiempo, adelante al corazón y la inteligencia juntos, donde anida la buena teología, y multiplicada fe en la voluntad de Dios, que se manifiesta cada día en su divina Palabra, por supuesto, pero también mediante el devenir de la sociedad en cada época.

¿Solución de emergencia?

Uno ha oído decir a veces por ahí que los curas casados serían el mejor remedio a la plaga de la pederastia. Craso error. ¿Lo serían, por ejemplo, para la España vaciada? ¿Lo serán en la Amazonía? El papa Francisco, del que tantos esperaban algún signo a favor de ordenar a los ‘viri probati’, ya debido a presiones, ya por otros motivos, no ha querido, de momento, abrir la mano en ‘Querida Amazonía’ (12-2-2020). Tiempo habrá, pese a todo, de que el problema se vuelva a plantear, si no en su pontificado, en otros venideros.

Seguramente que no pocos lectores se darán cuenta de cuán distintos sean los horizontes que dichos interrogantes abren, amén de otros muchos que ahora mismo se podrían aportar. En principio, no parecería buena idea, para los casos dichos, reducir la medida a que los sacerdotes casados se conviertan en punto menos que tapahuecos y solución de emergencia. El del sacerdote casado es un don tan grande como lo pueda ser el del sacerdote célibe. De modo que el argumento por ahí tiene poco recorrido.

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