Tribuna

Hubo una vez una Iglesia… (y II)

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Terminaba el artículo anterior diciendo que tendríamos que aprender a ser Iglesia de otra manera: “Una Iglesia que cambiará de tal manera que no será ya solo la Iglesia de los ordenados, sino la Iglesia de todos los bautizados. ¿Lo conseguiremos? Más vale, porque si no…”



Se acaban de presentar el Documento Preparatorio y el logo del Sínodo 2021-2023 en una rueda de prensa desde la Sala Stampa del Vaticano y transmitida a todo el mundo por facebook. Buenas intervenciones –algún comentario habría que puntualizar– y documentos ya públicos. ¿Qué reacciones han causado en nuestra Iglesia española? Basta darse un paseo por las páginas web de las diócesis y ver las redes sociales. La palabra que define la situación es una: Silencio.

¿Por qué ese silencio?

Es verdad que no es en la única Iglesia en la que esto ha pasado, pero, antes que comentar lo que pasa en otras, habrá que averiguar qué pasa en la nuestra. ¿Por qué ese silencio? ¿Por qué todavía hay buena parte del clero que, sorprendido, pregunta que de qué Sínodo estamos hablando? ¿A nadie le preocupan las cifras históricas de no creyentes y de personas para las que la Iglesia es algo totalmente desconocido? ¿Es miedo al cambio? ¿Miedo a una “supuesta” novedad que fue lo normal durante mil años en nuestra Iglesia? ¿Miedo a una forma de ser Iglesia que vieron y vivieron a fondo personas como san Carlos Borromeo?

¡Vamos a probar a ser positivos! No hay mucho tiempo, pero podemos intentarlo. Tenemos los documentos, un logo colorista, con contenido y que no hace falta explicar mucho. Y hasta el 17 de octubre, fecha en la que se inicia el Sínodo en las diócesis podemos ponernos las pilas, si se me permite la expresión.

Cada diócesis tiene libertad absoluta para adaptar los documentos del Sínodo a su realidad y circunstancia. Se ha hecho así para que cada equipo diocesano, nombrado por el arzobispo, y a cuyo frente se aconseja que haya dos personas siendo una de ellas un laico/a (para que no haya duda), pueda plantear el plan de trabajo sinodal más adecuado a su situación. Desde la Secretaría del Sínodo se facilitan todas las explicaciones y se resuelven todas las dudas que puedan aparecer. Por esta parte ya no hay excusa.

La riqueza de la Iglesia

Lo más importante y lo más complicado por la falta de costumbre, es la fase de la escucha. Aquí sí que sería interesante dejarse aconsejar por profesionales que faciliten esos encuentros y nos enseñen, de verdad, qué es la escucha. También será necesario adentrarse en el discernimiento que, aunque no se aprende de la noche a la mañana, necesita de su rodaje.

Tenemos todo a favor, ¿por qué no aprovechamos la oportunidad? ¿Somos conscientes de a qué nos enfrentamos si no conseguimos crear, al menos, la curiosidad por aprender a ser Iglesia de otra manera?

La riqueza de nuestra Iglesia, es decir, nuestra riqueza, no está solamente en su patrimonio, en sus archivos y bibliotecas –que son un legado impresionante y a través del cual conocemos nuestra historia– sino que está en las personas porque somos artífices de hacer realidad el reino de Dios en el mundo y en la sociedad en la que nos toca vivir.

La riqueza de nuestra Iglesia, es decir, la nuestra, está en esa capacidad de diálogo con la que nos creó Dios porque, desde el principio, la historia de amor de Dios con el hombre está indisolublemente unida a las palabras que nos decimos cara a cara o, mejor dicho, mirándonos a los ojos. También sabiendo escuchar el lenguaje gestual, corporal, porque uno de los relatos míticos de la creación del hombre nos cuenta que Dios nos hizo acariciando barro y ahí también estaba hablando. Por supuesto las circunstancias que rodean a las personas son fuente inagotable de comunicación.

La riqueza de la Iglesia, es decir, la nuestra, está algunas veces escondida en situaciones a las que no nos acercamos por mil motivos distintos, y de las que podemos aprender mucho para corregir nuestros errores y meteduras de pata y, así, no causar más dolor.

La riqueza de nuestra Iglesia, es decir, la nuestra, está en que Dios nos hizo a todos iguales –y en la Iglesia se hace realidad por el bautismo– y, por lo tanto, lo que en ella acontece nos interpela y nos interesa a todos, y por todos debe ser decidido.

La riqueza de nuestra Iglesia, es decir, de todos, está en mostrar que somos capaces de asumir responsabilidades hasta ahora vetadas a los laicos, como participar en la elección de candidatos al obispado, por ejemplo, y que podrían evitar algunos problemas posteriores y hasta sufrimientos a quienes puedan llegar a ser obispos sin ser ese su mejor destino en la Iglesia.

La riqueza de nuestra Iglesia, es decir, la nuestra, está en sentirnos de verdad comunidad que camina junta, que sabe seguir andando y que, cuando los rezagados se unen al camino, los acoge sin reproches, con caridad y animándolos a sumarse a la construcción de una nueva forma de ser Iglesia.

La riqueza de nuestra Iglesia, es decir, la nuestra, está en saber que no nos enfrentamos con posiciones ideológicas y que el Espíritu nos acompaña, nos aconseja, y nos señala el camino sutilmente porque al Espíritu no le gustan las algarabías ni los triunfalismos.

Si no conseguimos empezar a cambiar a una nueva forma de ser Iglesia, y este Sínodo es la posibilidad que se nos brinda por primera vez en la historia, dentro de muy poco tiempo ya no quedarán ni rescoldos que reavivar.

¡Vamos a ser valientes! ¡Vamos a tomarnos en serio nuestra responsabilidad de ser cristianos! ¡Vamos a ser positivos! ¡Vamos a abandonar egos opresivos! Solamente así, dentro de muchos años, cuando alguien decida investigar qué pasó en aquel Sínodo que se convocó entre octubre de 2021 y noviembre de 2022, podrá decir: Hubo una vez una Iglesia… De nosotros depende que añada, para finalizar la frase unos de estos dos adjetivos: cobarde (creyéndose dueña de sus fuerzas) o valiente (confiando plenamente en el Espíritu).