Tribuna

Heme aquí: experiencia y cuidado

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En este tiempo de pandemia tuve la oportunidad de vivir una experiencia que siempre recordaré con gratitud. Me traslado al 27 de octubre, en el que recibí una llamada de mi superiora. Recuerdo bien que, en su conversación, insistía en preguntarme varias veces cómo me encontraba. Le respondía que me encontraba muy bien, un tanto extrañada por la insistencia…



Finalmente, me dijo que necesitaba pedirme si estaría dispuesta a prestar un servicio para cuidar a las hermanas de la comunidad de la casa general en Madrid, de la que ella misma forma parte, al verse afectadas por coronavirus en principio dos hermanas. Esto suponía que toda la comunidad (conformada por 15) deberían permanecer aisladas y con la posibilidad de que también pudieran resultar positivas, como así sucedió.

Mi respuesta fue firme e inmediata. Y enseguida me puse en camino desde Jaén. Dado el número de hermanas, fue necesario pedir colaboración a otra hermana: Isabel Tomé. Juntas nos pusimos manos a la obra. Fue necesario cambiar a las hermanas de sus habitaciones y concentrarlas todas en una misma zona, evitando así el contacto con las hermanas que no llegaron a contagiarse, y a las que teníamos que proteger en todo momento. Me acuerdo que entré a la capilla, miré con mucho respeto el Sagrario y le dije: “Señor, sabes muy bien que sin ti no puedo”.

Y empezó “el baile”. Una de las hermanas tuvo que ingresar por neumonía bilateral. Al no poderla visitar, recibíamos telefónicamente el parte diario de su evolución. Todo esto me causaba una enorme conmoción interior, pero, a la vez, sentía que estábamos bien organizadas y esto me daba paz. Lo que más me costaba era tener que comunicarme con las hermanas sin poder verlas. Poco a poco fuimos aprendiendo la forma de acompañar de la mejor forma estos procesos.

Otra experiencia que aprendí a conjugar fue la de trabajar y orar. Sentía que podía convertir en oración lo que estaba realizando, y se lo expresaba al Señor, muchas veces en alta voz. Le manifestaba, sobre todo, mi preocupación constante por el bienestar de las hermanas y siempre terminaba mi coloquio diciéndole que no dejara de ser mi Luz en todo momento.

Le pedía también sabiduría para poder descifrar en la mirada de las hermanas cuanto pudieran necesitar cada vez que salían a recoger el plato de comida. A media noche, me desvelaba y me decía: ¿qué necesitas ahora Señor? Y automáticamente me levantaba y observaba si debajo de alguna puerta había alguna luz encendida que me indicara que alguna hermana no se encontraba bien y/o necesitaba algo especial.

Unidas en oración

Muy difícil también fue para mí acompañar de forma particular a una hermana al hospital y observar que ningún taxista quería acompañarnos. Sentí impotencia. Pero no perdí la esperanza. Cogiendo mi medalla de San José en la mano me encomendé a su protección y, finalmente, un taxista accedió a nuestra petición.

Sentía que teníamos que unirnos en oración. Lo hacíamos por megafonía. Invitábamos a las hermanas a iniciar la jornada con esperanza, nos ayudábamos a través de algunos salmos, himnos y cantos. Era una forma de mantenernos unidas y sentíamos la fuerza y la fe que en estos momentos necesitábamos. Repetíamos estas oraciones en otros momentos de la jornada.

Me impactó de manera especial la expresión de sorpresa y emoción que mostraron algunas hermanas cuando ya les podíamos llevar la comunión. Esta posibilidad de recibir de nuevo al Señor sacramentado, esta complicidad y ternura en sus ojos agradecidos me hizo mucho bien.

Afianzar mi vocación

Sentía también que las hermanas estaban preocupadas por mi salud, aunque no me lo manifestaban. Intentaba cuidarme mucho y poner todo de mi parte para tener una estricta desinfección y le decía al Señor que estaba en sus manos, y que no permitiera que me enfermara para poder seguir cuidando a las hermanas. Gracias a Dios el Señor escuchó mi oración y hasta el día de hoy sigo gozando de salud.

Sin duda, esta experiencia me ha afianzado en mi pertenencia al Instituto. El carisma que nuestra fundadora, María Gay Tibau, nos legó “nos invita a volar a la cabecera del enfermo a socorrerle en medio de sus tristes ayes y quejidos y aliviar su dolor sembrándole la paz en su corazón”. Este ha sido mi deseo principal durante todo este tiempo de entrega de la cual también puedo decir que he recibido más de lo que he podido dar, porque en todo momento el Señor ha ido delante y nos ha protegido.

Hoy todas las hermanas se encuentran inmersas de nuevo cada una en la misión encomendada.

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