Tribuna

El modelo de Emaús

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La larga página del Evangelio de Lucas que relata la experiencia de los discípulos de Emaús (24,13-35) es paradigmática. No narra un episodio, sino que propone un modelo. Con la historia de los dos discípulos de Jesús, que experimentan el paso de la experiencia de la crucifixión y muerte de su maestro a la fe en su resurrección, Lucas perfila de manera decisiva y definitiva el manifiesto de la catequesis cristiana y llama a la perseverancia para vivir los puntos cardinales de la fe. Fe eclesial, es decir, que se pueda vivir y experimentar como fe compartida y celebrada. Lucas lo escribe en un momento en que la expectativa de la parusía se ha vuelto menos apremiante.



Es el tiempo intermedio entre la Resurrección y la segunda venida en el que progresivamente la vida de las comunidades se va configurando cada vez más y mejor y la experiencia de la sacramentalidad se hace cada vez más decisiva. Porque el Espíritu del Resucitado da sentido y eficacia a las palabras y los gestos que los cristianos cumplen durante la liturgia y encuentros. El evangelista vive un tiempo en el que la celebración litúrgica, en particular la del partir el pan, se ha convertido en el espacio en el que es posible encontrarse con “el que está vivo”, como los ángeles habían prometido a las mujeres en la mañana de Pascua (Lucas 24,5).

Solo es posible comprenderlo si se accede a entrar en la lógica de la paradoja, es decir, si se llega a ir más allá de lo que se ve para ver lo que no se ve. Es la lógica que preside la experiencia litúrgica. En el relato de Lucas, los elementos clave de la predicación apostólica se despliegan como progresivamente lo que permite a dos discípulos de Jesús “adaptar la mirada” para que la imagen de Jesús y la del Resucitado lleguen a superponerse y coincidir.

Celebración

Sin embargo, no podemos olvidar que según la tradición cristiana no puede haber liturgia, –celebración de una realidad, es decir, la presencia del Resucitado, a través de su expresión simbólica–, sin la aportación de la palabra, una palabra que se expresa en toda su versatilidad como anuncio, como enseñanza o como oración de alabanza o de petición. Por eso, el vínculo entre la Biblia y la liturgia es tan estrecho: los escritos del Nuevo Testamento nacieron y se transmitieron en el seno de las celebraciones de las primeras iglesias cristianas y aún hoy, después de dos mil años, no existe –o no debería haber–, un rito auténticamente cristiano que no hunda sus raíces en la proclamación o lectura de aquella Escritura venerada como Palabra de Dios. Solo puede ser motivo de dolor constatar que la separación entre las iglesias que ha desgarrado a la única Iglesia de Cristo pasa por la ruptura de este vínculo originario entre palabra y símbolo, nunca más recíprocos sino opuestos.

Esa página del Evangelio de Lucas está ahí para recordar a nuestras iglesias que el Resucitado se hace reconocible a todas las generaciones de discípulos solo gracias a la experiencia de la sacramentalidad: el Espíritu del Resucitado da sentido y, sobre todo, eficacia a las palabras y a los gestos que los cristianos realizan en la liturgia y permite así transformar la ausencia del Jesús terrenal en una nueva forma de presencia. Imaginario, para los que no creen, experiencia de otra forma de realidad para los que creen.

La polaridad Palabra-Eucaristía recibe gran fuerza de la historia de Emaús. Lucas subraya con fuerza que, para no dejar el símbolo en la arbitrariedad y no condenarlo a la insignificancia, la referencia a las Escrituras debe ser a “todas” las Escrituras y debe ser una referencia “sistemática”, es decir, capaz de asumirlas en su diversidad y en su historicidad y captar su tensión común hacia el cumplimiento definitivo en la vivencia del Mesías de la intervención divina en la historia humana, creación última y definitiva.

Solo así la fe pascual no resulta reducida a una explosión entusiasta, una experiencia extática o una reflexión filosófico-religiosa. Pero solo así se hace posible el acceso al misterio celebrado en el signo eucarístico, en el gesto del pan partido y compartido. Porque el conocimiento del Dios bíblico hace arder el corazón y abre los ojos (Lc 24,32). No en un sentido emocional o sentimental. No en el evento fulminante, sino la lenta pedagogía que conduce, –cuando palabra y signo se abren por fin y la fuerza de la Palabra hace transparente el signo–, a reconocer la presencia de aquel que no debe buscarse entre los muertos porque está vivo.

Después de todo, para los cristianos la liturgia es el lugar donde se aprenden las palabras para pensar en la resurrección y hablar de la resurrección. Y no se trata de una religiosidad emotiva porque requiere el conocimiento de todas las Escrituras de Israel, porque solo a partir de Moisés y de los Profetas se puede comprender a Jesús y su Evangelio y porque solo la Escritura educa a entrar en la lógica de los signos como revelación del Dios que se hace presente.

Lucas sabe muy bien que sin catequesis bíblica y sin celebración sacramental, el Resucitado no es más que ensoñación, imaginación e ilusión y la fe cristiana se traduce en una de las tantas formas de abuso de la credulidad popular.


*Artículo original publicado en el número de julio de 2023 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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