Tribuna

Desmond Tutu, el compromiso de una lucha profética

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“Cuando me encontré con el arzobispo Tutu le estreché en un gran abrazo. Ahí estaba un hombre que había inspirado a toda una nación con sus palabras y su valor, que había hecho revivir las esperanzas del pueblo en su momento más sombrío”. Con estas elocuentes palabras evoca Nelson Mandela en su autobiografía su encuentro al salir de prisión con el entonces arzobispo anglicano de Ciudad del Cabo, Desmond Mpilo Tutu.



En aquel momento, el prelado anglicano encarnaba el rostro más comprometido en la lucha eclesial contra el ‘apartheid’. En una nación cuya Constitución, en una afirmación de claros tintes calvinistas, declaraba que el pueblo de Sudáfrica reconocía la soberanía divina, pero cuyas leyes atentaban contra los más elementales principios de la fe cristiana, se alzaba la voz de una teología profética que denunciaba el apartheid como un sistema injusto, pecaminoso y blasfemo. Y Tutu simbolizaba mejor que nadie ese cristianismo que sirvió de poderosa fuente de inspiración y legitimación de la causa negra en una lucha que entrañaba una batalla espiritual contra el pecado y la búsqueda de un orden moral justo.

Vigilia de oración por el fallecimiento del arzobispo anglicano sudafricano Desmond Tutu

Los sudafricanos encienden velas en el centro civil de Ciudad del Cabo, junto a una fotografía del fallecido arzobispo emérito Desmond Tutu

Tutu había nacido en el otoño de 1931, en las verdes llanuras del ‘highveld’, al oeste del Transvaal. Como en una curiosa broma del destino, fue precisamente ahí, en el corazón del ‘afrikanerismo’, donde iba a ver la luz uno de sus más acérrimos oponentes. Nadie podía haber sospechado que aquel niño enfermizo, que padeció de pequeño la polio y la tuberculosis, llegaría a convertirse en un nonagenario que ha vivido y ha sido parte activa de uno de los períodos más convulsos y dramáticos de la historia eclesial y política sudafricana y de una de sus páginas más hermosas, la de la transición pacífica a la democracia y la reconciliación nacional.

Líder moral

Con su muerte nos ha dejado una de las personalidades eclesiales más versátiles y polifacéticas del continente africano. No en vano, se dijo de él que era capaz de sobrellevar la pompa, el boato y hasta la fastuosidad que caracterizaban al episcopado de la ‘high church’ anglicana con distinción e incluso con un cierto aire de realeza, y al mismo tiempo sentirse un simple párroco, un hombre del pueblo y un hijo de la tierra africana. Pastor emotivo, gran comunicador, con un intuitivo y profundo sentido pastoral, este orador ardiente de vivaz personalidad, cuya vida ha sido tan imprevisible como la transformación de su querido país, se convirtió en uno de los grandes líderes morales de nuestro tiempo.

Su figura se resiste a cualquier fácil intento de encasillamiento. Retratado como “un líder espiritual y un luchador por la libertad comprometido con la no violencia” y considerado un hombre de paz –no en vano fue galardonado con el Nobel en 1984–, no dudó en mandar “al infierno” al presidente norteamericano Ronald Reagan y tildarlo de “nauseabundo” cuando este se opuso a las sanciones contra el Gobierno sudafricano.

Apasionado activista

La suya fue una vocación tardía y, en cierto modo, un tanto pragmática. Fue la aprobación de la ley de educación Bantú, que aplicaba la doctrina del ‘apartheid’ al sistema educativo, lo que le llevó a encaminar sus pasos hacia el seminario anglicano. Cuatro años de estudio teológico y contemplación en el prestigioso King’s College de Londres fueron, sin embargo, suficientes para despertar en él una honda dimensión espiritual y convertir al tibio y un tanto indiferente ex profesor en el apasionado activista religioso y político en que se convertiría en su retorno a Sudáfrica. A su regreso a Sudáfrica, Tutu comenzó a ejercer un claro ministerio profético. Y lo hizo, en un gesto sin precedentes, dirigiéndose en una carta abierta al primer ministro de la nación. “Nada detendrá a un pueblo en su camino hacia la libertad”, afirmaba con convicción al primer ministro Vorster.

Tutu se conducía con una particular combinación de profunda espiritualidad y comprometido activismo. A su juicio, la Iglesia debía asumir un rol de denuncia profética y dar un claro testimonio de compromiso en la lucha por la justicia, asumiendo que una Iglesia servidora era también una Iglesia sufriente: “Una Iglesia que no sufre no es la Iglesia de Jesucristo”, solía afirmar. Su oratoria adquiría tintes de provocador desafío. Abanderó la campaña que reclamaba la intensificación de las sanciones internacionales contra el Gobierno sudafricano, convencido de que era la única estrategia pacífica posible. Bajo el gobierno del primer ministro Botha denunció insistentemente lo que consideraba reformas «meramente cosméticas y superficiales», convencido de que el apartheid era un sistema pecaminoso que no admitía reforma. Y cuestionó profundamente lo que denominada una reconciliación barata (‘cheap reconciliation’).

Sanador de la nación

En el crítico período que se vivió entre la liberación de Mandela y la celebración de las primeras elecciones democráticas en 1994, Tutu se implicó a fondo en el mantenimiento de la paz. Quizás por ello, cuando decidió crear la Comisión Verdad y Reconciliación, Mandela le puso al frente de la misma, desarrollando una labor que le valió el apodo de “curandero, sanador de la nación”. Había llegado el momento de abandonar la arena política y desempeñar una misión vital para el futuro de la nación, trabajar por una reconciliación que para Tutu tenía un claro fundamento cristológico: “El ‘apartheid’ niega una verdad central de la fe cristiana, que Dios reconcilia en Cristo al mundo consigo mismo (2 Cor 5, 19)”.

Y en esa tarea reconciliadora empeñó todas sus fuerzas. El que hasta hoy ha sido arzobispo emérito de Ciudad de El Cabo supo responder a los desafíos a los que se enfrentó su país testimoniando, como ha afirmado D. Abrams, el tipo de liderazgo que el mundo anhela: “Un liderazgo basado en el reconocimiento de nuestra humanidad común, de nuestra común vulnerabilidad y en la aceptación de que necesitarnos mutuamente no constituye nuestra debilidad sino nuestra fortaleza”.