Tribuna

¿De cuerpo entero?

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¡Al fin! Ya estamos de Sínodo. ¿Cómo lleváis lo de “sinodear”? Supongo que andaréis atentos porque la experiencia es prometedora. ¡Ánimo! Aunque a estas alturas ya lo sabéis todos, no está de más recordar que estamos todos invitados a participar.



Diversidad y unidad

Hace unos días releía el texto de Pablo, el capítulo doce de la Carta a los Corintios sobre la diversidad y unidad, y el símil del cuerpo. Me paré a pensar en la diversidad de dones, de carismas, de ministerios, y pensé en la diversidad de personas que formamos la Iglesia, que somos el cuerpo de la Iglesia. Una vez más admiré la maravilla que es esa diversidad y pensé en lo afortunados que somos de tenerla, aunque no sea para algunos fácil de asimilar, ni de aceptar.

La parte en la que Pablo habla de los diferentes miembros del cuerpo, de esos judíos y griegos, y esclavos y libres –hombres y mujeres dirá en otro texto– que a pesar de ser muchos son un solo cuerpo y que ningún miembro puede decir a otro miembro que no lo necesita, me llevó a pensar en esas personas a las que les amputan un miembro de su cuerpo y, durante mucho tiempo, sienten que lo siguen teniendo, y les sigue doliendo.

Eso me llevó a plantearme si nos duelen, si seguimos sintiendo a todos esos miembros que por mil razones están amputados de nuestro cuerpo eclesial, o ya estamos en la fase de haber olvidado la ausencia y el dolor y, sencillamente, ya no recordamos que existen.

Ir contracorriente

Y, de nuevo, la diversidad se hizo presente. Mejor dicho, la falta de ella al menos oficialmente. Hay muchos miembros del cuerpo eclesial que no tienen problemas en aceptar la diversidad, variedad, pluralidad, diferencia… ¡Hay tantas formas de decirlo! Sin embargo, para otros, la uniformidad viene a ser como un valor inamovible, eterno, que les da seguridad. Sin darse cuenta que esa seguridad es tan poco segura como lo está el agua en una cesta.

¿Cómo podemos pensar que en la Iglesia estamos todos cuando faltan tantos de sus miembros? ¿Cómo a estas alturas podemos seguir preguntándonos cómo llegar hasta ellos, qué tenemos que hacer para acercarnos? Estas simples preguntas nos retratan como cristianos. No digo que nos identifiquen, digo solamente que nos retratan como cristianos de salón y, si se quiere, hasta de sacristía. ¿Los hemos visto y hemos mirado para otro lado? ¿Los hemos visto y, sencillamente, los hemos ignorado? ¿Acaso no los hemos visto y no hemos sentido su presencia en forma de ausencia?

Ir contracorriente fue, es y será lo propio de los cristianos y eso significa actuar conforme a la Palabra, conforme a lo que Dios quiso para nosotros desde el inicio. Somos, todos, fruto de la evolución querida por Dios en la creación, somos el resultado del deseo de Dios, ¿cómo olvidarnos, cómo no aceptar parte de ese deseo, de esa creación?

Lo esencial de la fe

Toda teología, para que lo sea de verdad, tiene que ser teología encarnada. En este Sínodo de la sinodalidad en el que estamos ya inmersos, además de hacer y proponer una teología encarnada, tendremos que hacer una teología enraizada en las realidades que nos rodean, pero, sobre todo, en el sufrimiento humano. Y hay mucho sufrimiento en ese margen imaginario de la Iglesia, en esa línea que nos permitimos dibujar aquellos que nos consideramos dentro como si el espacio eclesial fuera de nuestra propiedad.

Yves Congar, en su libro Verdadera y falsa reforma de la Iglesia, publicado a mediados del pasado siglo, dijo algo que se puede afirmar hoy sin ninguna duda. Frente a la Iglesia, cualquier persona de nuestro entorno puede decir que “más que los pecados de sus miembros, [nuestros contemporáneos] se escandalizarán de su incomprensión, de sus mezquindades, de sus retrasos”.

Urge el reconocimiento de esa realidad humana que habita en esos márgenes que huelen a ocultamiento por nuestra parte. Esconder la realidad que debería cuestionarnos permanentemente lo esencial de nuestra fe, sigue dándole la razón a la reflexión de Congar.

El don de la diversidad

Ese cambio nos obliga a escuchar con toda la humildad y respeto el dolor, el sufrimiento, y hasta la ira de esas personas a las que un día alejamos de nosotros. Cuando una víctima, una persona herida, una persona abandonada es capaz de verbalizar el sentimiento sufrido, se inicia el camino de la recuperación. Se pueden olvidar las palabras que alguna vez nos dijeron, pero nunca, nunca, el sentimiento que nos causaron. Acariciar con la escucha no va a ser fácil, sin embargo, es condición indispensable para sanarnos mutuamente.

Por duro que sea el encuentro, por dura que sea la escucha, por incómoda que sea la vergüenza que pasemos, merece la pena hacerlo porque sí, somos todos miembros muy diferentes de un cuerpo eclesial donde la diversidad de todo tipo es un don maravilloso deseado por Dios.

De muchos de nosotros va a depender que podamos decir, de ahora en adelante, que somos una Iglesia de cuerpo entero.