Tribuna

Así descubrí que “la” Iglesia era “el” Iglesia

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Se le ocurrió a la madre Isabel. Levantó el teléfono y me llamó: “¿Por qué no te vienes a pasar una tarde con nosotras y compartes lo que haces en ‘Vida Nueva’?”. Dicho y hecho. Allí me planté y me planto con frecuencia. En el comedor de la casa que tantas veces había visto de lejos desde el patio del colegio San José, de la Sagrada Familia de Burdeos. Varias décadas después de dejar el uniforme de estudiante, me sentaba en la mesa con quienes me habían enseñado a rezar, a leer, a sumar… ¡Y hasta a coser!



Pertenezco a esa generación de los 80. La España de la Movida Madrileña llenaba de color sus televisores, asentaba la democracia a trompicones y comenzaba a respirar la igualdad en sus calles. La escuela católica se hizo mixta. Los frailes dejaron que las niñas entraran en sus aulas y las monjas nos abrían las puertas a nosotros. Pleno de maestras religiosas y profesoras seglares.

Entonces ellas llevaban la batuta y ahora custodian mi memoria en esas meriendas de chocolate, bizcocho y confidencias. Son mis otras madres. Ellas me enseñaron el rostro misericordioso de Jesús de Nazaret. Me hicieron sentir y ser Iglesia. ‘La’ Iglesia y no ‘el’ Iglesia, como remarca Francisco. Desde el parvulario a la Secundaria. Consagradas con nombre propio: Pilar, Asunción, Ascensión, Julia, Carmen Esther… Educadoras laicas por vocación: Maruchi, Tere, Ángela… No se me pierde un solo nombre en el olvido, porque todas y cada una sacaron lo mejor de mí y me contagiaron la alegría de un Evangelio sin conservantes ni colorantes.

Crecer con ellas

Me prepararon para la Primera Comunión, me descubrieron las alas de la libertad de la conciencia con ‘Juan Salvador Gaviota’, me introdujeron en la interioridad a través de las diapositivas de ‘El Bosque de no talar’, me abrieron al encuentro con otros en mis primeros campamentos, despertaron mi ímpetu misionero con las huchas del Domund, me inculcaron la ‘no violencia’ cada vez que sonaba José Luis Perales en una Jornada de la Paz. Me hablaron de Dios con sus vidas. Al estilo del padre Bienvenido Noailles, un sacerdote galo del siglo XIX que puso las bases de una familia profética por su ser sinodal, conformada por sacerdotes, monjas contemplativas, religiosas de vida apostólica, laicos…

El bachillerato requirió un cambio de centro, dos calles más arriba: el colegio Divina Pastora. En la clase: cinco chicos y una treintena de chicas. De nuevo, unas religiosas al frente. Las madres calasancias llegaron a mi vida para quedarse hasta la fecha. Para reconducir una adolescencia de despistes, para desencadenar las preguntas vocacionales, para afrontar con madurez el seguimiento a Jesús, para sentir el calor de la comunidad cristiana… Amigas y hermanas. O a la inversa. Me han acompañado en cada acontecimiento grabado a fuego en la historia que Dios sueña para mí: mi primera JMJ, mi primer empleo, mi primer desengaño amoroso, la muerte de mi padre, mis crisis de fe…

Vivir calasanciamente

Hoy soy laico calasancio, vivo calasanciamente feliz. En misión compartida. “Bendito entre todas las mujeres”, como me recuerda siempre María José. Hijas de la Divina Pastora, y pastoras de hecho y derecho por empeño de un escolapio, san Faustino Míguez, que apuntaló un proyecto para rescatar de la ignorancia a las niñas de los albores del siglo XX. Mujeres consagradas que salvan a otras mujeres. Apóstolas que buscan y encaminan a otros tantos niños, jóvenes y hombres como un servidor. Discípulas misioneras que salvan a la Iglesia de la tentación del patriarcado. El Señor es mi pastor, y ellas, mis pastoras. Se acumulan los nombres. Imperdonable no citar a todas.

Calasancias y Sagrada Familia de Burdeos son la Iglesia que vivo y me hace vivir. Ni fuera ni al margen de la Iglesia. Dentro, desde la unidad poliédrica de la diversidad. Y con ellas, las hospitalarias del Jesús Nazareno, las Hijas de la Caridad, las siervas de San José, las jesuitinas, las misioneras cruzadas, las laicas de Cristianos Sin Fronteras, las mujeres de Brotes de Olivo, las voces de Ain Karem… Una Iglesia en la que ellas llevan los pantalones.

Sin voz

Un día en mi juventud, después de crecer entre las de Bienvenido y las de Faustino -dos hombres que confiaron en ellas plenamente sin pero alguno, me topé con la realidad diocesana de bruces. Entré en shock al descubrir dinámicas parroquiales y estructuras episcopales donde aquellas que me enseñaron el rostro de Jesús amigo, de Jesús hermano, de Jesús Hijo de Dios, no tenían voz. Aquellas que apostaban por una Iglesia en las periferias, eran sospechosas de confabular con ateos solo por tocar con sus manos las llagas de alumnos y alumnas con heridas más que profundas. Aquellas que habían dejado a un lado los hábitos para ser signo con sus propias vidas, se las acusaba de descafeinar sus votos por ausencia de toca.

Y yo, que había crecido a la luz de mujeres de fe entregadas y valientes, que lo mismo llevaban las cuentas de una empresa que te curaban las ampollas del Camino de Santiago, constaté que estaban relegadas al último banco del templo. Arrinconadas por una errada interpretación de lo que es la ciudadanía eclesial. Todavía hoy me descoloca que se las dé a entender que son un complemento, un mero rostro amable, un anexo eclesial. Las primeras en creer en el Resucitado y que nunca renegaron de Él, apenas se las considera mayores de edad, cuando el Espíritu les dio voz y voto en Pentecostés como al resto.

Me llamo José. Estudié en el colegio San José. Y me encomiendo al esposo de María. Aquel que supo ver, aquel que saber ver, que cada día en la Iglesia es y debe ser el Día de la Mujer.

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