Editorial

En la primera procesión, solo ellas

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La Semana Santa constituye la mayor explosión de religiosidad popular de España. En las últimas décadas, la hermandades y cofradías han emprendido un proceso de purificación y renovación más que relevante, encaminado a que esta manifestación de fe transmitida de generación en generación deje de presentarse como un momento puntual de fervor para constituir verdaderas comunidades evangelizadoras y eclesiales en las que se vive y se cuida el ser creyente más allá de la celebración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo.



En paralelo, se han revelado como una herramienta para acercar el hecho religioso a unos jóvenes que han descubierto en las procesiones un punto de anclaje social. También se han dado pasos significativos para que la devoción a las imágenes se correspondiera a la vez con un compromiso cotidiano con los más vulnerables.

En medio de todas estas potencialidades misioneras nada desdeñables, la mujer también ha ido haciéndose un hueco para reclamar la igualdad bajo el palio. El mundo cofrade arrastra todavía hoy un poso de discriminación arraigada que resulta difícilmente comprensible. No hay que irse muy lejos para recordar que las primeras nazarenas procesionaron en Sevilla de incógnito en 1985 gracias al empeño del fallecido cardenal Carlos Amigo.

Aquel hecho abrió las puertas, aunque no del todo. Hoy se puede ver ya a hermanas mayores, acólitas, costaleras, pregoneras… Sin embargo, siguen siendo una minoría visible, a la que se excluye de forma arbitraria y a la que se limita su acceso al liderazgo dentro de unas estructuras laicales que cuentan con un techo de cristal patriarcal harto complicado de resquebrajar.

Cuando Jesús muere, a los pies de la cruz solo se encontraban su Madre, María Magdalena y Juan, el discípulo amado. Mayoría femenina jugándosela en el ocaso cuando los apóstoles estaban escondidos, cuando no renegando. Solo ellas le velaron en el  sepulcro, y fueron ellas las primeras testigos de la Resurrección. Estos hechos no son anecdóticos. Reflejan esa fidelidad femenina inquebrantable a lo largo de la historia de la Iglesia, a pesar del arrinconamiento institucional.

Corresponsabilidad

Si las mujeres estuvieron al frente y hasta el final en esa primera procesión, en esa primera estación de penitencia, llevando la cruz de guía a sus hombros, hoy no se entiende que se les niegue la voz y el voto. En tiempos de sinodalidad, las hermandades y cofradías han de empaparse de una corresponsabilidad entre hombres y mujeres que no se puede demorar. Una igualdad que capellanes y obispos están llamados a alentar para borrar cualquier veto, lo mismo en la calle que en los estatutos y en los órganos de gobierno.

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