Editorial

El ‘bullying’ eclesial existe

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Desde que el papa Francisco creó cardenal al arzobispo de San Diego (Estados Unidos), Robert W. McElroy, en agosto de 2022, los ataques se multiplicaron contra un pastor que ya sufría embates por moverse en las periferias reales y existenciales en una diócesis de frontera, por su defensa de la dignidad de todas las vidas.



Las embestidas se recrudecieron en enero, tras publicar un artículo en la revista ‘America Magazine’ en el que propone vías para desarrollar la “Iglesia de la inclusión” que plantea el documento para la etapa continental del Sínodo de la Sinodalidad. Las agresiones han llegado a tal punto en medios que se dicen católicos, y entre sus hermanos en el episcopado, que el obispo de Springfield, ha exigido que se le excomulgue por hereje.

Lejos de amedrentarse, publicó un nuevo texto en el que argumenta el acceso a la comunión de divorciados vueltos a casar y de los homosexuales. Dado el alcance de la cuestión, Vida Nueva ha conversado con el purpurado y reproduce estos dos documentos.

No es difícil deducir que, cada vez que se dispara contra una voz profética como la de McElroy –con o sin mitra–, en realidad los francotiradores están apuntando a Francisco y al Concilio Vaticano II. Resulta alarmante que estas estrategias de acoso y derribo se fragüen en las sacristías y actúen en comandita. Pero no menos preocupante es que quienes dan un paso al frente, como el cardenal de San Diego, no encuentren un significativo respaldo entre sus pares.

Nadie niega que exista una resistencia, minoritaria pero con altavoces efectivos, para agitar una moción de censura artificiosa y sin argumentos a esta década. Dar rienda suelta a quienes alimentan esta polarización en parroquias, diócesis y movimientos amenaza con confundir y dividir al Pueblo de Dios.

Manipulación cismática

A la par, se desdibujan las enseñanzas y la autoridad del obispo de Roma como si se tratara de un extremo del polo, cuando es la piedra sobre la que se edifica la Iglesia. Esta manipulación cismática malintencionada del relato desemboca en cuestionar al sucesor de Pedro, que es tanto como invalidar el cónclave y, por tanto, la existencia del Espíritu Santo.

Francisco, en conexión más que directa con Dios, ha demostrado que no hace falta que nadie le defienda ni le traduzca, porque su impronta personal y su discernimiento permanente hacen que siga adelante sin perder esa alegría del Evangelio que sí le arrebataron por momentos a Pablo VI. Pero sí corresponde a cardenales y obispos dejar el silencio gris para aplicar y explicar desde la sensatez y sin titubeos el magisterio papal, tejiendo la compleja diversidad eclesial, mientras se pone coto a quienes campan a sus anchas con un nocivo bullying eclesial disfrazado de doctrina.

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