Tribuna

Una Iglesia de inclusión y pertenencia compartida

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Aunque el proceso sinodal apenas ha comenzado a revelar el camino que la Iglesia está llamada a tomar en las próximas décadas, los diálogos iniciados identifican una serie de desafíos que el Pueblo de Dios debe enfrentar si queremos reflejar la identidad de una Iglesia enraizada en la llamada de Cristo, la tradición apostólica y el Concilio Vaticano II.



Muchos de estos desafíos surgen de la realidad de que, una Iglesia que está llamando a toda mujer y hombre a encontrar un hogar en la comunidad católica, contiene estructuras y culturas de exclusión que apartan a demasiados de la Iglesia o hacen que su caminar en la fe católica sea tremendamente difícil de soportar.

Es importante en esta etapa del proceso sinodal que la comunidad católica en los Estados Unidos profundice el diálogo sobre estas estructuras y culturas de exclusión por dos razones:

  • La primera es que hay que seguir contribuyendo al discernimiento universal sobre estos temas, reconociendo que estos interrogantes han surgido en muchas naciones.
  • La segunda razón es el reconocimiento de que, ya que la llamada a la sinodalidad es una llamada a la conversión continua, reformar nuestras propias estructuras de exclusión requerirá un largo peregrinaje de oración continua, reflexión, diálogo y acción que debe comenzar ahora.

Tal peregrinaje debe estar infundido de una dedicación extraordinaria a la escucha atenta del Espíritu Santo en un proceso de discernimiento, no de acción política. Debe reflejar la realidad de que somos parte de una Iglesia universal y jerárquica que está unida en un camino de fe y comunión. Debe siempre apuntar a la naturaleza misionera de la Iglesia que mira hacia afuera con esperanza. Nuestros esfuerzos deben encontrar dirección y consuelo en la eucaristía y la Palabra de Dios. Y deben reflejar el entendimiento de que en una Iglesia que busca la unidad, la renovación y la reforma son frecuentemente procesos graduales.

Ensancha el espacio de tu tienda, la síntesis emitida por la Santa Sede tras captar las voces de hombres y mujeres de todo el mundo que han participado en el proceso sinodal, concluyó que “la visión de una Iglesia capaz de una inclusión radical, una pertenencia compartida y una profunda hospitalidad según las enseñanzas de Jesús está en el centro del proceso sinodal”. Debemos examinar las contradicciones de una Iglesia de inclusión y pertenencia compartida que han sido identificadas por las voces del Pueblo de Dios en nuestra nación, y discernir en sinodalidad un camino para superarlas.

Polarización dentro de la vida de la Iglesia

Una contradicción cada vez más fuerte a la visión de una Iglesia de inclusión y pertenencia compartida radica en el crecimiento de la polarización dentro de la vida de la Iglesia en los Estados Unidos y las estructuras de exclusión que genera. En palabras de “Ensancha el espacio de tu tienda”, “las heridas de la Iglesia están íntimamente conectadas con las del mundo”. Vivimos un momento en el que nuestra sociedad política ha sido envenenada por un tribalismo que está desgastando nuestra energía como pueblo y poniendo en peligro nuestra democracia. Y ese veneno ha entrado destructivamente en la vida de la Iglesia.

Esta polarización se reflejada en el cisma a menudo presente entre las comunidades pro-vida y las comunidades de justicia y paz en nuestras parroquias y diócesis. Se encuentra en la falsa división entre los católicos del papa Francisco y los católicos de san Juan Pablo II. Se encuentra en la fricción entre católicos que enfatizan la inclusión y otros que perciben infidelidad doctrinal en esta inclusión. Incluso la eucaristía se ha visto afectada por esta polarización ideológica, tanto en los debates sobre la liturgia preconciliar como en los conflictos por usar mascarillas que sacudieron a muchas durante la pandemia.

Como observa “Ensancha el espacio de tu tienda”, nos encontramos “atrapado[s] en el conflicto: se estrechan los horizontes, se pierde el sentido de la totalidad y nos fragmentamos en sub-identidades. Es la experiencia de Babel y no la de Pentecostés”.

Una cultura de sinodalidad es hoy el camino más prometedor para sacarnos de esta polarización en nuestra Iglesia. Esta cultura puede ayudar a relativizar estas divisiones y prismas ideológicos al enfatizar la llamada de Dios a buscar primero, y ante todo, en unidad y gracia. Una cultura sinodal exige una escucha que no busca convencer, sino comprender las experiencias y valores de otros. Una cultura sinodal de verdadero encuentro exige que veamos como peregrinos comunes en el camino de la vida –y no adversarios– a nuestras hermanas y hermanos. El veneno de la polarización está corroyendo nuestra Iglesia. Debemos pasar de Babel a Pentecostés.

Llevar las periferias al centro

“Estrechamente relacionada con la herida de la polarización”, concluye el informe nacional de Estados Unidos sobre el sínodo, “está la herida de la marginación. No solo sufren quienes experimentan esta herida, sino que su marginación se ha convertido en fuente de escándalo para otros”. El pecado continuo del racismo en nuestra sociedad y nuestra Iglesia ha creado prisiones de exclusión que han perdurado por generaciones, especialmente entre nuestras comunidades afro y nativo americanas.

Los participantes del Sínodo han dado testimonio de las formas y patrones de racismo arraigados en la cultura eclesial. Estos mismos patrones infectan el trato de muchas comunidades étnicas y culturales en la vida de la Iglesia, dejándolas varadas en la periferia en momentos críticos. De manera hiriente, la Iglesia a veces margina a las víctimas de abuso sexual del clero con formas destructivas y duraderas.

Los más pobres entre nosotros, los sin techo, los indocumentados, los encarcelados y los refugiados, a menudo no son invitados con la misma energía y eficacia que otros a la plenitud de la vida y el liderazgo eclesial. Y la voz de la Iglesia a veces es tenue al defender sus derechos.

Frente a tales patrones de exclusión, debemos tomar en serio el mensaje de Benedicto XVI dirigido a los pueblos de América Latina sobre las heridas que la marginación inflige: “La Iglesia debe revivir y actualizar lo que fue Jesús: el Buen Samaritano, que viniendo de lejos se insertó en la historia de los hombres, nos levantó y se ocupó de nuestra curación”.

Una vía para levantarnos y sanar los patrones y estructuras de marginación en nuestra Iglesia y nuestro mundo, es traer sistemáticamente a las periferias hacia el centro de la vida de la Iglesia. Esto significa atender a la marginación de afro y nativo americanos, a las víctimas de abuso sexual del clero, a los indocumentados y a los pobres, a los desamparados y a los encarcelados, no como un elemento secundario a la misión de cada comunidad eclesial, sino como una meta principal.

Llevar las periferias al centro significa esforzarse constantemente por apoyar a los desposeídos como protagonistas en la vida de la Iglesia. Significa dar un lugar privilegiado en las prioridades, presupuestos y energías de cada comunidad eclesial a los más victimizados e ignorados. Significa abogar enérgicamente contra el racismo y la explotación económica. En breve, significa crear una solidaridad genuina en el seno de nuestras comunidades eclesiales y de nuestro mundo, como nos instó reiteradamente San Juan Pablo II.

Las mujeres en la vida de la Iglesia

Los diálogos sinodales en cada región de nuestro mundo prestaron una atención constante a las estructuras y culturas que excluyen o echan de menos a las mujeres dentro de la vida de la Iglesia. Los participantes señalaron con fuerza que las mujeres representan a la gran mayoría de quienes contribuyen con su tiempo y talento al avance de la misión de la Iglesia.

Los diálogos sinodales reflejaron un amplio apoyo para cambiar esta exclusión, así como para alterar estructuras, leyes y costumbres que efectivamente limitan la presencia de la rica diversidad de los dones de las mujeres en la comunidad católica. Hay llamadas a eliminar reglas y acciones arbitrarias que excluyen a las mujeres de muchos roles de ministerio, administración y liderazgo pastoral, así como para admitir a las mujeres al diaconado permanente y a la ordenación de mujeres al sacerdocio.

Un camino productivo de respuesta a estos diálogos sinodales sería adoptar la postura de que debemos admitir, invitar y activamente involucrar a las mujeres en todos los elementos de la vida de la Iglesia que no cuenten con impedimentos doctrinales. Esto significa, en primer lugar, eliminar todas aquellas barreras que se han erigido en todos los niveles en la vida y el ministerio de la Iglesia no por ley o teología, sino por costumbre, clericalismo, intolerancia o simplemente oposición personal.

En segundo lugar, la llamada a la inclusión desafía a examinar cuidadosamente las barreras jurídicas al liderazgo de las mujeres en la vida de la Iglesia. Francisco inició una reforma cuando relajó el vínculo entre la identidad episcopal y los roles de liderazgo en la Curia romana, incluyendo la dirección de importantes departamentos. Esta revisión debe también abarcar cuestiones como las limitaciones legales impuestas a laicos en el ejercicio de liderazgo diocesano, incluyendo tribunales, así como a la naturaleza de la jurisdicción en una parroquia, la cual actualmente prohíbe que cualquier laico sea el administrador de una comunidad parroquial.

La propuesta de ordenar mujeres al diaconado permanente tuvo amplio apoyo en los diálogos globales. Si bien existe un debate histórico acerca de cómo las mujeres llevaron a cabo un ministerio cuasi-diaconal en la vida de la Iglesia primitiva, la revisión teológica de este tema tiende a respaldar la conclusión de que la ordenación de mujeres al diaconado no tiene impedimento doctrinal.

Por lo tanto, la Iglesia debe avanzar hacia la admisión de mujeres al diaconado, no solo por razones de inclusión, sino porque las mujeres diáconos permanentes podrían brindar ministerios, talentos y perspectivas de crucial importancia. En el sínodo amazónico de 2019, los obispos en su oración y discernimiento apoyaron abrumadoramente este camino, afirmando que sería una enorme gracia para sus iglesias locales, desesperadamente escasas de sacerdotes.

La cuestión de la ordenación de mujeres al sacerdocio será uno de los temas más difíciles que enfrentarán las asambleas sinodales en 2023 y 2024. La llamada a la admisión de mujeres al orden sacerdotal como un acto de justicia y de servicio a la Iglesia fue expresado en prácticamente todas las regiones de nuestra Iglesia universal. Al mismo tiempo, muchas mujeres y hombres que participaron en el Sínodo plantearon reservar el sacerdocio para los hombres de acuerdo con la acción de Cristo y la historia de la Iglesia.

Es probable que el Sínodo adopte esta última instancia debido a su arraigo en la teología y la historia de la Iglesia. Cualquiera que sea la posición que surja del discernimiento sinodal sobre esta cuestión, la realidad sigue siendo que los diálogos sinodales han pedido a la Iglesia que se mueva en dos direcciones contradictorias sobre esta cuestión. Durante el proceso sinodal de los próximos dos años, Dios tendrá que colmar profundamente de gracia a la Iglesia si queremos encontrar la reconciliación en medio de esta contradicción.

La paradoja cristológica

El informe de los diálogos sinodales de la Conferencia de Obispos de los Estados Unidos apunta a un elemento adicional y distinto de exclusión en la vida de la Iglesia: “A los que están marginados porque las circunstancias de sus propias vidas se experimentan como impedimentos para participar plenamente en la vida de la Iglesia”. Estos incluyen a divorciados y vueltos a casar sin una declaración de nulidad de la Iglesia, a miembros de la comunidad LGTBI y a aquellos que están casados por lo civil y no se han casado por la Iglesia.

Estas exclusiones tocan enseñanzas importantes de la Iglesia sobre la vida moral cristiana, los compromisos del matrimonio y el significado de la sexualidad para el discípulo. Es muy probable que las discusiones de todas estas cuestiones doctrinales se lleven a cabo en las reuniones sinodales de Roma.

Pero la exclusión de hombres y mujeres por su estado civil o por su orientación/actividad sexual es una cuestión eminentemente pastoral, no doctrinal. Dadas nuestras enseñanzas sobre la sexualidad y el matrimonio, ¿cómo debemos tratar a quienes se han vuelto a casar o a los hombres y mujeres LGTBI en la vida de la Iglesia, especialmente con respecto a las cuestiones de la eucaristía?

“Ensancha el espacio de tu tienda” cita una contribución de la Iglesia de Inglaterra y Gales que proporciona una guía para responder a este dilema pastoral: “El sueño es el de una Iglesia que vive más plenamente una paradoja cristológica: proclamar con audacia la propia enseñanza auténtica y, al mismo tiempo, ofrecer un testimonio de inclusión y aceptación radicales mediante un acompañamiento pastoral basado en el discernimiento”. En otras palabras, la Iglesia está llamada a proclamar la plenitud de su enseñanza, ofreciendo al mismo tiempo un testimonio de inclusión sostenida en su práctica pastoral.

A medida que el proceso sinodal comienza a discernir cómo abordar la exclusión de los católicos divorciados y vueltos a casar y de los católicos LGTBI, particularmente en el tema de la participación en la eucaristía, tres dimensiones de la fe católica apoyan un movimiento hacia la inclusión y la pertenencia compartida.

  • La primera es la imagen que nos ha propuesto Francisco de la Iglesia como hospital de campaña. El imperativo pastoral primordial es curar a los heridos. Y el poderoso corolario pastoral es que todos estamos heridos. Es en este reconocimiento fundamental de nuestra fe que encontramos el imperativo de hacer de nuestra Iglesia una de acompañamiento e inclusión, de amor y misericordia. Las prácticas pastorales que tienen el efecto de excluir a ciertas categorías de personas de la participación plena en la vida de la Iglesia están en desacuerdo con esta noción fundamental de que todos estamos heridos y por igual necesitados de sanación.
  • El segundo elemento de la enseñanza católica que apunta a una práctica pastoral de inclusión integral es la reverencia por la conciencia en la fe católica. Hombres y mujeres que buscan ser discípulos de Jesucristo luchan con enormes desafíos para vivir su fe, a menudo bajo presiones y circunstancias insoportables. Si bien la enseñanza católica debe desempeñar un papel fundamental en la toma de decisiones de los creyentes, es la conciencia la que tiene el lugar privilegiado. Las exclusiones categóricas socavan ese privilegio precisamente porque no pueden abarcar la plenitud de la conversación interior que tiene cada mujer y hombre con su Dios.
  • El tercer elemento de la enseñanza católica que apoya una postura pastoral de inclusión y pertenencia compartida en la Iglesia, radica en las realidades contrapuestas de una humanidad quebrantada y la gracia divina que forman el trasfondo para cualquier discusión sobre el merecimiento de uno para recibir la eucaristía. Como dijo el papa Francisco en ‘Gaudete et exultate’, “la gracia, precisamente porque supone nuestra naturaleza, no nos hace superhombres de golpe… La gracia actúa históricamente y, de ordinario, nos toma y transforma de una forma progresiva” (No. 50).

Aquí yace el fundamento de la exhortación de Francisco de “ver la Eucaristía no como un premio para los perfectos, sino como un generoso remedio para todos”. La eucaristía es un elemento central de la transformación de todos los bautizados en la plenitud de la gracia de Dios. Por esta razón, la Iglesia debe adoptar una teología eucarística que invite efectivamente a todos los católicos a la Mesa del Señor, en lugar de una teología de coherencia eucarística que multiplica las barreras ante la gracia y el don de la eucaristía. La falta del merecimiento no puede ser el prisma de acompañamiento para los discípulos del Dios de la gracia y la misericordia.

Se objetará que la Iglesia no puede aceptar tal noción de inclusión radical porque la exclusión de la eucaristía a quienes se han divorciado y vuelto a casar o a las personas LGTBI se deriva de la tradición moral en la Iglesia de que todos los pecados sexuales son materia grave. Esto significa que todas las acciones sexuales fuera del matrimonio son tan gravemente malas que constituyen objetivamente una acción que puede romper la relación del creyente con Dios. Esta objeción debe enfrentarse de forma directa.

El efecto de la tradición de que todos los actos sexuales fuera del matrimonio constituyen objetivamente un pecado grave, ha servido para enfocar a la vida moral cristiana desproporcionadamente sobre la actividad sexual. El corazón del discipulado cristiano es una relación con Dios Padre, Hijo y Espíritu arraigada en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. La Iglesia tiene una jerarquía de verdades que brotan de este kerygma fundamental. La actividad sexual, aunque profunda, no se encuentra en el corazón de esta jerarquía. Sin embargo, en la práctica pastoral la hemos colocado en el centro mismo de nuestras estructuras de exclusión de la eucaristía. Esto debe cambiar.

Es importante señalar que los diálogos sinodales prestaron gran atención a las exclusiones de los católicos LGTBI más allá del tema de la eucaristía. Hubo llamados generalizados para una mayor inclusión de mujeres y hombres LGTBI en la vida de la Iglesia, y vergüenza e indignación de que aún existan actos atroces de exclusión.

Es un misterio demoníaco del alma humana el por qué tantos hombres y mujeres tienen una animosidad profunda y visceral hacia los miembros de las comunidades LGTBI. El testimonio primario de la Iglesia ante este fanatismo debe ser uno de aceptación en lugar de distanciamiento o condenación. La distinción entre orientación y actividad no puede ser el enfoque principal para tal acogida pastoral porque inevitablemente sugiere dividir a la comunidad LGTBI entre aquellos que se abstienen de la actividad sexual y aquellos que no lo hacen. Más bien, la dignidad de cada persona como hijo de Dios que lucha en este mundo y el acercamiento amoroso de Dios deben ser el corazón, el alma, el rostro y el fondo de la postura y la acción pastoral de la Iglesia.

Una Iglesia de inclusión y pertenencia compartida

El informe sinodal italiano afirmaba que “la Iglesia-casa no tiene puertas que se cierran, sino un perímetro que se ensancha continuamente”. Nosotros en Estados Unidos debemos buscar una Iglesia cuyas puertas no se cierren y un perímetro que se ensanche continuamente si queremos tener cualquier esperanza de atraer a la siguiente generación a la vida en la Iglesia, o de ser fieles al evangelio de Jesucristo. Debemos ensanchar el espacio de nuestra tienda. Y debemos hacerlo ahora.


*Artículo original publicado en America Magazine y cedido a Vida Nueva (24 de enero de 2023)

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