¿Son equiparables el bien y el mal?


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Dicen los biólogos que la inmensa mayoría de las especies animales y la disposición de las hojas en las plantas se rigen por un patrón denominado de simetría bilateral, según el cual esos seres presentan una distribución equilibrada de sus órganos en torno a un eje. Así, por ejemplo, ese eje imaginario que iría desde la cabeza a los pies de un ser humano dejaría repartidos simétricamente a cada lado los dos ojos, las dos orejas, los dos brazos o las dos piernas.



A veces, y yendo a otros terrenos de la realidad, a esa simetría bilateral hay que añadirle el factor de contraposición u oposición. Así, por ejemplo, en la política, frente a la derecha necesariamente tiene que estar la izquierda, y viceversa: es imposible que haya derecha sin izquierda o izquierda sin derecha. Por eso, por cierto, no se entiende bien que en una sociedad como la española actual se hable de extrema derecha sin su contrapunto de la extrema izquierda. Es una exigencia de la simetría.

De igual manera, en el orden de la ética (o la moral) y la política –en el sentido original de todo lo relativo a la polis–, no cabe hablar solo de derechos, como hoy día es frecuente: los derechos requieren también de deberes. Esa es la razón por la que no tiene sentido hablar de “derechos de los animales”: los animales no pueden tener derechos, porque tampoco tienen deberes, que es algo exclusivamente humano.

En la Biblia también funciona eso que podríamos llamar “simetría bilateral antónima”, aunque bien es verdad que con una particuliaridad importante. Así, frente al mal del pecado se encuentra el bien de la gracia divina. Pero esta dialéctica entre pecado y gracia no se produce en un plano de igualdad, ya que la gracia divina –que no es otra cosa que la presencia y la ayuda de Dios al ser humano– está llamada al triunfo definitivo. Eso es exactamente a lo que apunta san Pablo en su famosa expresión de la carta a los Romanos: “Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rom 5,20), es decir, frente al incendio de la actuación pecaminosa del ser humano se erige la gracia divina como esa agua capaz de extinguirlo.