Marzo, el mes de monseñor Romero (IV): “Piezas para un retrato”


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El retrato de monseñor Romero requiere afirmar que sus homilías fueron la expresión de su naturaleza profética. Cuentan que a veces sentía miedo ante lo que había dicho, quizás la natural cobardía del ser humano cuando se da cuenta de que desafía a las fuerzas incontrolables del mal. Sus palabras animaban a una población acosada y asustada, que no tenía tierra, ni techo, ni pan, ni paz; inspiraban vocaciones sacerdotales, se convirtieron en el programa de radio más escuchado del país y conmovían a quienes las escuchaban. En ellas, transmitía reflexiones que había compartido y recogido en reuniones semanales con un equipo de curas y laicos, y que luego preparaba en la soledad de largas horas de oración.



Al concluir la misa del domingo, tomó la costumbre de salir a la puerta de catedral a saludar a sus feligreses y, a veces, recibir de ellos humildes regalos, pequeños dulces, un par de huevos. Enternece pensar en las pobres viejitas que estrechaban su mano y le entregaban un paquetito. Monseñor se convirtió en un padre para personas que nada tenían.

Relación con Estados Unidos

En 1978, la situación en El Salvador se había convertido en polémica incluso para el Congreso estadounidense. El Gobierno de ese país enviaba ayuda económica y asesores militares al Ejecutivo salvadoreño, mientras que, por el contrario, la Universidad Católica de Georgetown otorgaba el doctorado honoris causa en letras humanas a monseñor. Él intentó que los diplomáticos estadounidenses en el país comprendiesen que el conflicto no era entre la Iglesia y el Gobierno, sino entre este y su propio pueblo. Por ello, se acusó a Romero de predicar la subversión, de incitar a la violencia, de provocar confusión y división. Sus mismos hermanos obispos sostuvieron estas acusaciones, que mucho debían doler a un sacerdote cuyo lema al aceptar el obispado había sido “sentire cum ecclesia”.

También debió resultar dolorosa la incomprensión del nuevo papa, Karol Wojtyla, entronizado ese año; este pontífice se alineó –y quizás alienó– con las posturas anticomunistas del Gobierno norteamericano. Dado su origen, pensaría que así defendía la fe, como había hecho en la martirizada Polonia de la que provenía, sin darse cuenta de que apoyaba un régimen del mal, que tantos sufrimientos provocó en aquellas décadas.

Encuentro en Puebla

Monseñor viajó a la reunión de obispos latinoamericanos de Puebla, con voz, pero sin voto; allí conoció a otros hermanos en fe y compromiso, como Méndez Arceo o Proaño. Estos describen la timidez que siempre le caracterizó, su deseo de evitar todo protagonismo, su humildad, la ausencia de una actitud ideologizada.

Después de Puebla, aumentó la organización del campesinado, la afiliación a partidos y sindicatos, y con ello la represión. Monseñor defendió en sus homilías el derecho a organizarse, reconoció en las organizaciones populares aciertos y errores, y animó a sus sacerdotes y religiosas a compartir la suerte del pueblo al que acompañaban. Sin embargo, se oponía a la toma y ocupación de iglesias, aunque se preocupaba por la seguridad y el alimento de los que tomaban los templos: un hombre firme en sus convicciones, pero siempre compasivo. Al final, acabó reconociendo que se vivían tiempos de emergencia y, en esos momentos en que no había cauces normales de expresión, no era fácil condenar la ocupación de un templo.

Apoyo a los huelguistas

Arreciaron las tomas de iglesias y de tierras, las huelgas en las fábricas, que monseñor reflejaba en sus homilías; en ocasiones, apoyó a los huelguistas con algo de dinero. Mantuvo en el seminario a los seminaristas a quienes querían expulsar por haber asistido a la manifestación del primero de mayo. Acogió en su propia habitación a curas que se hallaban en peligro, siguió aprendiendo de los campesinos, rezando con ellos, consultando a las comunidades antes de la redacción de sus cartas pastorales (escribió cuatro, la tercera dedicada a las organizaciones populares).

En diciembre de 1978, durante un operativo militar, asesinan a Ernesto Barrera, sacerdote de 30 años, dedicado al mundo obrero, junto a varios compañeros armados. El Gobierno publicita la existencia de curas guerrilleros, pero monseñor decide despedir a Neto con una misa, como sacerdote que era: no abandonó a uno de sus sacerdotes, ni a su familia. En esa época, se reencontró con personas y grupos cristianos con quienes había pleiteado en su etapa anterior. Todos reconocían su conversión profunda, su hermanamiento con los sufrientes y perseguidos, con personas que arriesgaban su vida por el mero hecho de poseer una Biblia, obligados a guardarla enterrada, protegida con un plástico.

A nadie rechazaba

Con ellos aprendió una lectura del Evangelio diferente y alejada del mundo cerrado de las sacristías y los seminarios, al que había pertenecido durante años. El mundo pobre rural, donde vivió y creció Jesús de Nazaret, al que pro-seguía. En ese mundo fue acogido y se integró. Al fin y al cabo, de ahí provenía y a él volvía, no de una forma impostada o calculada, sino con entrega y sacrificio. Visitaba las pobres casas de los campesinos, rezaba con ellos, escuchaba sus tristezas y preocupaciones, compartía el refresco que le ofrecían, a nadie rechazaba, a nadie menospreciaba. Para ellos, la visita de monseñor era un día de fiesta; tenerle entre ellos era una dicha. Como dijo de él tiempo después un teólogo, “con monseñor Romero, Dios visitó El Salvador” ¿Cuántas personas conocen de quien pueda hacerse una afirmación así?

En 1979, cada día que pasaba era más peligroso ser sacerdote comprometido en El Salvador, o desear serlo. El 20 de enero, el ejército atacó El Despertar, la casa de retiro del barrio de San Antonio Abad, donde se encontraban muchachos aspirantes a entrar en el seminario. Cuando los militares se marcharon, llevándose presos a la mayoría de ellos, dejaron tras de sí cinco cadáveres: cuatro muchachos y el padre Octavio Ortiz, director del retiro, de 34 años. Quedó con la cara aplastada por una tanqueta, irreconocible, sobre un charco de sangre. Había sido el primer salvadoreño a quien monseñor ordenó sacerdote. Llevaron los cadáveres a la morgue, para que los reconocieran los familiares. Hasta esto podía resultar peligroso, de modo que en ocasiones quedaban cadáveres sin reconocer ni reclamar.

Un llanto inconsolable

El ejército rodeaba el depósito, pero no detuvieron a Romero, que preguntó por Octavio. Cuando se lo señalaron, creyó que no era él, pues no lo reconocía por el destrozo facial. Después, se arrodilló y tomó en sus manos la cabeza destrozada. Lo acunó y lloró inconsolable sobre su sacerdote masacrado. Resulta difícil no pensar en ‘La Piedad’, de Miguel Ángel, al evocar la escena, en cierto modo repetida siglos después.

Monseñor se reunió con los padres de Octavio y familiares de los otros muchachos, con miembros de su comunidad, en medio de la desolación y el abatimiento, pero seguros de seguir adelante. Decidieron enterrarlo en la comunidad a la que pastoreó. Entre el 79 y el 90, los otros cuatro hermanos varones de Octavio morirán también en el conflicto armado. A sus padres les quedarán las hijas y los nietos, uno de los cuales recibirá el nombre de su tío.

Resistencia armada

Estos asesinatos golpearon muy duro a muchos miembros de las comunidades, de modo que algunos comenzaron a plantearse la resistencia armada, la posibilidad de defenderse ante los atropellos y masacres. Monseñor no era una persona ingenua y fue consciente de este hecho; de forma progresiva, se planteará para muchos cristianos cabales esta otra posibilidad. Lo mencionará en una de sus piezas más ricas, el discurso de aceptación del doctorado honoris causa por la Universidad de Lovaina, el 2 de febrero de 1980, apenas un mes y medio antes de su muerte martirial.

Es uno de sus discursos de mayor profundidad teológica y espiritual, texto sobre el que reflexionar y rezar. Muy al final, cita que puede existir una violencia que sea legítima, un tema candente que la arquidiócesis tuvo que afrontar sin prevenciones ni miedos, en la medida en que apareció como un problema real. Sin embargo, podemos afirmar que no fue la vía elegida por Romero, aun cuando pudiese respetar actitudes diferentes. Como Jesús, adoptó una postura no violenta, que sin embargo nada tenía de pasivo, y en fidelidad a la cual acabará entregando su vida.

Propuestas a los patrones

Aceptó mediar en la gran huelga de las fábricas de bebidas más importantes de El Salvador, que ya había producido siete muertos. Ofreció el hospitalito donde vivía como escenario de las reuniones entre patronos y huelguistas, y allí acogió a los representantes de estos últimos, a quienes resultaba peligroso ir y venir. Aconsejó al patrón –de una de las catorce familias que controlaban el país– que cediese en algunas cosas, porque las demandas eran justas y la negativa llevaba a la violencia; no podría de otro modo detenerse la violencia que reaccionaba ante la injusticia.

Diversos medios de comunicación habían sido cerrados por la censura y la represión. Radio YSAX (la equis le decían, la radio del arzobispado) todavía aguantaba, tomando cada vez más relevancia. Un equipo de 17 personas, todas de la UCA, lideradas por Ignacio Ellacuría, elaboraba los comentarios que servían de editorial. Después de las homilías, el noticiero con su comentario era el espacio más escuchado del país. Les fue retirada toda publicidad. A la emisora llegaba gente de todo el país, a denunciar las barbaridades que cometía el Gobierno, y darlas así a conocer.

La emisora de monseñor

Los periodistas se demudaban escuchando narraciones de las atrocidades, contadas por una madre, un padre, una abuela. La emisora de monseñor se convirtió en la más alta fuente de información de aquellos años en el país, en el vocero de un pueblo pobre que en ningún otro medio fue atendido o escuchado. Cada vez más periodistas extranjeros cubrían el conflicto y querían recabar la opinión de Romero sobre los acontecimientos que de forma frenética se iban sucediendo. Quizás por ello, cada vez recibía más anónimos amenazadores, con insultos y ofensas, con amenazas y símbolos de muerte. Al principio las leía todas, luego ordenó que las archivasen, pero no quiso ver ninguna más.

Esta entrada acaba aquí. Nos vamos acercando al desenlace de este recorrido. No puedo dejar de establecer paralelismos y extraer enseñanzas de las piezas aquí recogidas. En todo tiempo, la oposición a la injusticia cometida desde el poder ha tenido consecuencias, trágicas en muchas ocasiones, más larvada en otras (menos evidentes, pero no menos dolorosas): quizás, la pérdida del honor de la persona, del trabajo, de las responsabilidades que desempeñaba. Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos, por nuestro país y por nuestro mundo.