Lealtad a la misión


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En nuestra pasada entrega hablábamos de la virtud de la lealtad, fidelidad a la realidad que nos rodea, y al sano realismo que toda evaluación seria conlleva. Sin embargo, aunque el católico observa una única realidad, su mirada humana se ve enriquecida por la visión sobrenatural, que nos permite observar desde los ojos de Dios. En el ecónomo, ese prisma está radicalmente afectado por la misión que Dios le ha encomendado: la lealtad al carisma.



Dice san Pablo que “hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos” (1Cor, 12, 5-6). Como continúa explicando, a cada cual se le otorga una manifestación diversa del Espíritu Santo, no para su propio enriquecimiento, o peor, para gloria personal, sino para construir desde tal variedad el bien común. Como seres sociales que somos, necesitamos del otro para alcanzar la felicidad, y Dios actúa del mismo modo para orientarnos a la santidad: los dones del otro me enriquecen.

Esta es la premisa que justifica la multiplicidad de carismas en la Iglesia, y la dedicación de recursos económicos a actuaciones diversas, conforme a la misión que Dios ha encomendado a cada miembro. Así, seglares, consagrados, de vida contemplativa o activa, misioneros o cuidadores, mendicantes, hospitalarios, intercesores o predicadores… cada uno es destinado por Dios al cumplimiento de una parte del cometido conjunto de la Iglesia. Para que esto llegue a plenitud, cada uno ocupamos un puesto con una encomienda divina concreta: una tarea indispensable.

Gestionar los bienes

Desde este prisma podemos comprender la lealtad que se nos pide respecto de la misión que tenemos encomendada: las instituciones eclesiásticas han sido creadas por una moción del Espíritu Santo, para cubrir ciertas necesidades de la Iglesia, para facilitar esa empresa de salvar almas y predicar el Reino de Dios. A ese granito de arena le llamamos carisma. Actuar en todas las esferas de la vida comunitaria conforme al carisma, en cómo vivimos, oramos, nos vestimos; pero olvidarlo en la gestión de los bienes encomendados a esa organización, supone una traición al regalo de Dios, encarnado para esos hombres y mujeres en la misión de un fundador. Los bienes de una orden o instituto lo son por y para el Reino, y deberán favorecer y facilitar el cumplimiento de ese mandato inspirado: orad por la Iglesia como san Benito o san Bruno; redimid cautivos como san Pedro Nolasco o san Juan de Mata; cuidad de los desamparados como san Juan de Dios, santa Luisa de Marillac o santa Ángela de la Cruz; sed testimonio de mi pobreza como san Francisco; predicad la verdad como santo Domingo; vivid el carisma con radicalidad como santa Teresa. Tantos y tantos santos nos llaman a seguir su estela.

Por eso, no solo es importante que las finanzas estén orientadas a la misión, sino que se vuelve imprescindible que nos vinculemos personalmente con aquellos proyectos que financiamos: por responsabilidad para con los bienes que Dios te ha confiado; para un mejor seguimiento que asegure que se destinan a lo que Dios dispuso; y por promover inversiones más integrales. Lo abstracto de las finanzas puede ser una tentación para que pensemos que estamos exentos de esa responsabilidad; pero la lealtad a nuestra misión nos exige que esos bienes estén íntimamente vinculados a ella, ya sea directamente, o en proyectos paralelos que financie la institución, pero que siempre mantengan con ella una estrecha y personal relación. Alveus vive por y para esta tarea: asegurar con radicalidad que cada familia eclesial se oriente perfectamente a la plenitud de su carisma.

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