Trinidad Ried
Presidenta de la Fundación Vínculo

La vida y la muerte: dos realidades de una misma eternidad


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Quizás el regalo más preciado, aunque ciertamente doloroso, que nos ha dado el Covid-19 es que rompe el espejismo de la omnipotencia humana y nos deja de frente a la fragilidad de la existencia y de lo cerca que están la vida y la muerte como realidad. Malamente engañados por la posesión de bienes, medicamentos, dinero, influencias, información, tecnología o cualquier otro medio humano, creíamos que la vida estaba relativamente bajo control y asegurada con millonarios seguros y pólizas. Un pequeño virus vino a recordarnos que la vida es tan real como la muerte y que somos frágiles y vulnerables, sin importar la condición o los medios con que contemos.



La ideología del cientificismo –donde la ciencia todo lo resuelve–y el positivismo llevados al extremo nos sedujeron y nos hicieron caer en la trampa de que, por tener y hacer más, no nos “tocaría” de cerca el ser vulnerables o la muerte con cualquiera de los rostros que se fuese a presentar: fracasos, desolación, inviernos, fragilidad, etc., que debían obviarse y/o combatirse con todas las fuerzas por ir en contra del rendimiento.

Zombis autómatas

El sistema mundo, por lo mismo, se “sobrecalentó” y el ser humano se “reventó” a sí mismo en la autoexigencia, hasta terminar encontrándose finalmente con lo que quería evitar: su debilidad, la enfermedad y la muerte que azota a la humanidad. Sin darnos cuenta, la sociedad del rendimiento estaba multiplicando zombis autómatas, esclavos de sí mismos, sin propósitos de vida, corriendo y “matándose” por tener, aparentar y figurar, pero vacíos por dentro y enfermos de desamor e inconscientes de su identidad.

La crisis de la pandemia, si bien conlleva mucho sufrimiento, nos abre a integrar la muerte como parte constitutiva de la vida y que trae muchas más bendiciones que lamentos, si la sabemos acoger y comprender con profundidad.

No se contraponen

La vida “y” la muerte son dos aspectos que no se contraponen, sino que se enriquecen y están unidos por un “tercero incluido”, que es la vida eterna que no termina jamás. La “y” nos hace un puente mucho más asequible y cotidiano hacia la realidad inevitable de que somos seres finitos (en lo corporal) y que llegamos y nos vamos desnudos en el tránsito hacia la eternidad. La “y” pasa a ser la llave para abrir el velo que separa una dimensión de la otra y nos permite asumir este paso con mucha más paz para nosotros mismos y los demás.

La “o”, en cambio, sobredimensiona la vida encarnada y propone a la muerte corporal como lo peor; como el final y no como el principio de una nueva vida más plena y libre de sufrimiento y dolor.

Energía liberada

La vida en la tierra es amor manifestado y creado, en un tiempo y espacio limitado, medible y finito; y la muerte corporal es el paso, la prolongación de esa misma energía, liberada de todas las leyes de la física conocida. El amor, por lo tanto, es eterno y permanece aun cuando la presencia física ya no esté. Esa pequeña y sutil transformación de un estado a otro nos permite estar más unidos que antes, solo que de un modo diferente que debemos reaprender.

La muerte desde la perspectiva de la “y” no es muerte, sino solo un paso a la eternidad y, aunque es incierto y desconocido, no deberíamos tener miedo y enseñarle a los demás a vivirlo con tristeza y calma –por el período de adaptación a nuevos códigos de comunicación–, pero con paz y serenidad.

Frutos a cultivar

¿Cómo enfrentar la propia muerte y/o la de alguien a quien amamos? Lo primero tiene que ver con la conciencia de lo que se está viviendo y, cuando ya es certera e inevitable, entregarse confiado a ella con algunas actitudes que nos pueden ayudar, siempre y cuando no sea una muerte accidental, repentina o en la carencia total.

  • La obediencia: a la vida misma, “soltar” el control y dejarse cuidar y orientar tanto en las necesidades del cuerpo y del espíritu por los que nos acompañan con docilidad.
  • Sacar frutos de ella: los momentos de agonía y la misma muerte pueden ser vividos con pasiva resignación (lo que ya es bueno) o bien aprender aún más y dejar aprendizajes para los demás, a través de nuestro testimonio y las conversaciones que podamos realizar.
  • Valorar su aspecto apostólico: es decir, también aprovechar estos momentos, en la mayor medida posible, para amar más y servir mejor a todos los que nos rodean, ya sean cuidadores, amigos o familiares.
  • Humildad: darnos cuenta de lo frágiles y necesitados que somos y que nuestra existencia no depende en absoluto de nosotros.
  • Fecundidad y maduración: aprovechar el tiempo que se disponga para desprenderse de lo tóxico que puedan quedar en nuestras relaciones, purificar nuestras intenciones y crear la mayor cantidad de bondad, belleza y verdad a nuestro alrededor.

El sentido de la vida

Somos los únicos seres vivos que nos hacemos conscientes de que vamos a morir corporalmente y, en ese sentido, una buena vida será aquella con hartos “bailes” y harta “comida” amorosa, habiendo atesorado miles de rostros, vivencias y relaciones que generaron creatividad y bien. Somos lo que nos han querido, dice una sabia frase, ya que vivir es llenar la propia existencia de rostros, de gestos, de ternura, de pequeños detalles, de pequeñas acciones sublimes, inyectadas de amor, que podemos llevar en nuestra memoria y conciencia para la vida que continúa después de la muerte.

Finalmente, la muerte nos invita a estar más vivos que nunca, teniendo una fe inquebrantable, pase lo que pase, que no es otra cosa que la adhesión a otro(s) por amor y recibiendo amor, evitando el narcisismo y vacío actual. Tener buenas razones para vivir la vida nos ayudará a morir en paz. Como bien dijo Jesús, el maestro de la vida, que vivió su pascua (la muerte en cruz) y que nos mostró las puertas de la eternidad del amor, no es cuánto hagamos o cuánto vivamos lo importante, sino cuánto amor multipliquemos del que nos fue dado en el momento de ser creados por el Padre/Madre Dios. Vivamos como si este fuese el último día y no temamos a la muerte porque es la puerta a la felicidad plena, aunque nos demoremos un tiempo en procesar el nuevo lenguaje de la eternidad.

Trinidad Ried es presidenta de la Fundación Vínculo