Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

¡La cizaña puede transformarse en trigo!


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El otro día tuve una conversación con una amiga sobre el lenguaje. En el blog anterior yo califiqué de tóxicas a algunas personas, y ella me llamó la atención sobre qué es lo que podía estar latente tras este término. Este diálogo, en el que creo que no estamos de acuerdo ¡y no pasa nada!, me ha servido para pensar durante estos días en la cuestión de las palabras y lo que intentamos expresar con ellas. Quiénes estudiamos la Biblia tenemos especialmente claro que el lenguaje crea realidad y que las palabras nunca son asépticas. El modo en que nombramos aquello que nos rodea implica con frecuencia una valoración, pero creo que no siempre un juicio.



Está claro que detrás de ciertas formas de expresarnos se esconde una valoración del otro y de la realidad que no siempre es consciente. Creo que hemos avanzado mucho en este tomar conciencia de cómo ciertos términos resultan despectivos, por más que no los usemos con esa intención. Me viene a la cabeza una escena de la película ‘Campeones’. En ella se hacía patente lo inapropiado que resulta el modo en que en otras épocas hemos denominado a los discapacitados y cómo hoy hiere nuestra sensibilidad. En esta cuestión aún tenemos que seguir avanzando en los lenguajes inclusivos para que nadie pueda sentirse maltratado por nuestras palabras.

Entre juicios y diagnósticos

Si bien todo esto es cierto, también tengo la sensación de que a veces la mera constatación de algo lo acabamos consideramos un juicio. Desde mi punto de vista, reconocer, por ejemplo, que hay personas que contagian negatividad y absorben las energías de los demás se parece más a un diagnóstico que a un juicio. Me preocuparía que, en nombre de cierta interpretación “buenista” del Evangelio no fuéramos capaces de llamar a las cosas por su nombre, pues esto no se contradice en absoluto con la misericordia.

El buenismo, los eufemismos o los giros excesivamente bondadosos a la hora de describir la realidad pueden volverse en nuestra contra, pues evidencian que nos cuesta acogerla tal y como es, incluidas sus sombras, y, además, nos priva de las herramientas necesarias para decidir cómo queremos situarnos ante ella. La invitación a mirar la vida y a los demás con los mismos ojos y el corazón de Jesucristo se nos lanza a todos, pero no se opone a ser capaces de reconocer qué es lo que hay y cuál es la cizaña que amenaza el trigo (cf. Mt 13,24-30). Solo cuando somos nombramos con crudeza esa cizaña, incluida la que crece en nuestras propias existencias, podremos centrarnos en cuidar el trigo y avivar esa esperanza que alberga el mismo Dios: ¡la cizaña puede transformarse en trigo!