Trinidad Ried
Presidenta de la Fundación Vínculo

El muro (I)


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A lo largo de la vida, todos sin excepción hemos ido construyendo un muro siniestro que nos divide y nos separa de Dios Amor. Es hora de hacer un túnel, atravesar las alambradas y cercos que han engrosado el concreto e ir recogiendo todos los harapos de nuestra alma que han quedado prendidas a él al querer fugarnos y salvarnos de esta prisión mental.



Si pudiésemos tomar una fotografía con un dron espiritual capaz de adentrarse al fondo de nuestro ser, veríamos cómo, en todos nosotros, hay edificado un muro tan doloroso e infranqueable como el que dividió a Alemania décadas atrás. Al igual que en esa larga y lastimosa situación, la que era una sola nación, quedó partida por la mitad y sufrió castigos de muerte quien se quiso escapar. La metáfora no es casualidad. Todos hemos vivido lo mismo y es hora de la libertad.

Sus orígenes

Desde muy pequeños, cuando apenas perdemos la inocencia y somos conscientes de que no todos se alegran con nuestra existencia y modo de ser, empezamos a poner ladrillos en este muro que nos comienza a debilitar en nuestro potencial y originalidad. Son todas aquellas frases, miradas, gestos, creencias, mandatos, estereotipos, patrones culturales, decretos familiares, silencios y presencias que nos fueron alejando de la única y preciosa voz de Dios que siempre debimos escuchar: que nuestra valía y belleza es perfecta y que nos ama como sus hijos/as predilectos desde siempre y para siempre, sin mérito ni condición que haya que acatar.

Nuestros vínculos más cercanos, la cultura y nuestra propia búsqueda de amor nos llevaron a una suma de relaciones con personas, lugares, objetos, ideas y hasta el mismo concepto de Dios ( a nuestro modo) que nos fueron alejando del Amor y de la certeza de ser hijos/as. Así, se fueron confirmando nuestras sospechas: algo teníamos malo, no éramos perfectos, lo que nos provocó muchísima vergüenza y nos empezamos a torturar el alma para poder encajar con lo que creíamos que esperaban los demás.

Un muro macabro

Fue así como, en esta muralla interna, empezamos a lapidar a nuestro ser singular. Arrancamos a mordiscos nuestro modo de pensar y sentir; rasgamos sin piedad nuestra percepción, nuestros gustos, sentimientos, deseos, intuiciones y anhelos; desgarramos nuestros sueños, nuestra sensibilidad y creatividad, hipotecando al alma por un halago, una mirada o cualquier gesto de limosna amorosa que saciara momentáneamente nuestra hambre de afecto y validación. Si bien recibíamos comentarios reales desde el exterior, el peor verdugo fue nuestra propia voz, que clavaba una y otra vez el látigo en nuestro corazón.

El tema complejo de este muro de palabras sangriento, desgarrador y solitario es que, llegada cierta etapa de la vida, nos empezó a matar; se nos acaban los efectos adictivos de los reconocimientos, los títulos o cualquier otra trampa con que el ego se haya podido o querido alimentar. Y, para peor, somos ciegos frente a la presencia de esta muralla que nos aleja del amor propio, la libertad y la paz interior, y empezamos a culpar a otros de nuestros sufrimientos y dolor.

La vergüenza de ser como somos

Comenzamos a creer como verdaderos y absolutos todos los juicios, críticas y comentarios que otros nos hacen y les damos el poder de “activar” una vez esta mole alambicada de palabras mortal. Nos hundimos en la vergüenza de ser como somos, de nuestro sentir, pensar y actuar, y buscamos chivos expiatorios para poder sobrellevar ese antiguo y punzante dolor de ser “fallados”, defectuosos e incapaces de ser amados y valiosos para los demás.

El muro que nos divide tarde o temprano lo tenemos que demoler porque, de lo contrario, quedaremos sumidos en la misma dualidad de las dos Alemanias en su oportunidad, muriendo a nuestra integración y plenitud existencial. Una, la parte occidental de nosotros mismos, representa aquella cara pública que invierte toda su energía en mostrar su belleza, perfección abundancia y capacidad, pero es consciente de que vive un engaño, porque también la conforma la Alemania del este; aquella sumida en la pobreza, en el dolor de la falta de libertad y con grandes necesidades económicas y sociales para sobrevivir y continuar.

Cómo derribar el muro

Primero, haciendo consciente su existencia y observando todas las frases que nos decimos al hablar con nosotros mismos que nos torturan y desgarran por dentro, sin que nadie lo pueda notar. “Eres un fracaso, una mala madre, eres demasiado sensible, nadie te necesita, eres un neurótico, eres gordo, jamás vas a triunfar, siempre prefieren a los demás, no encajas con el resto”… Y así un sinfín de juicios injustos y errados sobre nosotros mismos que recorren todas nuestras dimensiones y nos dejan heridos y escondidos en nuestra soledad.

Luego de reconocer que existe y develar las principales frases que “vemos”, viene un ejercicio de contraste con la realidad. ¿Es efectivo que nada nunca nos resulta, que nuestros hijos no nos quieren, que nadie nos busca, que no tenemos amigos? Poco a poco, con auto empatía y misericordia, debemos comenzar a abrazar todas esas heridas que traemos desde los pequeños o grandes traumas de la infancia y adolescencia y empezar a verlos con los ojos de Dios y con los nuestros también, pero ahora como adultos que nos venimos a rescatar.

Una tarea a compartir

Al contextualizar, vendrá una etapa linda que permite ir derribando el muro con otros; jamás podríamos solos. Al verbalizar con las personas adecuadas nuestras heridas más profundas, nos vamos haciendo resilientes, observando con más objetividad lo que somos y sentimos y vamos recuperando el derecho a ser y existir de acuerdo con nuestra singularidad y con el plan inicial de Dios al crearnos.

Será apenas un espacio donde podremos meter la mano y ver una lucecita al final, pero ya eso permite un cambio de aire espectacular. Sentiremos la esperanza como bocanadas de aire fresco que nos va a liberar de la prisión en que hemos vivido toda la vida y que, quizás, sí podemos ser felices y ser un verdadero aporte para los demás.

Continuará…

La próxima semana continuaremos con este tema, así es que traigan palas, martillos, alicates y toda clase de herramientas para empezar a demoler este muro y a cortar todas estas alambradas que nos causan tanto dolor y división interior. Todos anhelamos ser uno, plenos y luminosos, aportando lo que somos, sentimos, pensamos y hacemos, con total paz y libertad.

Trinidad Ried es presidenta de la Fundación Vínculo