El Dios menesteroso de Rainer Maria Rilke (I)


Compartir

Quizás no haya existido un poeta con una conciencia tan clara de su vocación como Rainer Maria Rilke. En sus famosas Cartas a un joven poeta, apunta que el rasgo inequívoco de un creador es su incapacidad de vivir sin desarrollar su trabajo. Solo es un verdadero poeta el que siente que moriría si no escribiera. No se trata solo de encontrar la palabra exacta, sino de hallar el cauce necesario para materializar los anhelos más profundos del alma. Rilke era un poeta en estado puro. Delgado y frágil como una adolescente, con unos enormes ojos azules y unos labios sensuales, su voz parsimoniosa y suave cautivaba sin esfuerzo. Paul Valéry nos dejó una elocuente descripción del poeta: “Si la palabra mágico tiene un sentido, yo diría que toda su persona, su voz, su mirada, sus modos, todo en él daba la impresión de una presencia mágica. Se hubiera dicho que sabía transmitir el poder de hechizo a cada una de sus palabras”.



Autodidacta, políglota y viajero incansable, Rilke poseía una sensibilidad pictórica. Se ha dicho que experimentaba la vida a través de los ojos. Con una estricta ética del trabajo, se le ha llamado “el poeta de la muerte”, pues nunca dejó de reflexionar sobre el significado de una experiencia que implicaba el fin de toda experiencia. Amante de la soledad y la naturaleza, gozó de la protección de aristócratas que apreciaron la riqueza de su vida interior. Lector escrupuloso de san Agustín, practicó la introspección más rigurosa. Nunca desdeñó el mundo exterior, pero siempre creyó que su sentido solo podía descubrirse sometiendo la experiencia de las cosas al examen de la conciencia. Si el mundo es la materia del poeta, el alma es el taller donde las impresiones se transformaban en verdad y belleza. Aunque anhelaba el afecto de los demás, nunca podía permanecer mucho tiempo en un lugar. Su viaje a Rusia con Lou Andreas-Salomé constituyó una revelación. Allí descubrió una espiritualidad que le mostró la íntima conexión entre Dios, el hombre y la naturaleza. En España, esa sensación se acentuó, pero acompañada por una creciente hostilidad hacia las iglesias que elaboraban dogmas, rebajando la experiencia religiosa a una sucesión de ritos superficiales y afectados.

Dios es lo otro

Rilke no cree en un Dios padre omnipotente y omnisciente, sino en un Dios menesteroso indiscernible de la vida. Dios no es algo acabado. Es un devenir que fructifica en nuestro corazón, creciendo con la cosecha del tiempo. Rilke cree en la oración, pero no como un gesto de adoración o súplica, sino como “una irradiación de nuestro ser repentinamente incendiado”. No importa que Dios no exista, pues la “plegaria lo creará”. Para el poeta, Dios es una metáfora de nuestra vida interior. En una carta dirigida a Lotte Hepner, se pregunta: “¿No se podría tratar la historia de Dios como una parte nunca explorada del alma humana?”. Dios es lo otro, esa alteridad que no entendemos. En ese sentido, se parece a la muerte. De hecho, la muerte está en Dios como un aspecto primordial de la vida. Dios no es algo externo al mundo, como el demiurgo platónico o el Primer Motor aristotélico, sino algo absoluta, abrumadoramente presente. La experiencia religiosa no es un sentimiento elaborado, sino algo “infinitamente simple, ingenuo”. Desde la perspectiva del “despliegue total del universo”, constituye “una dirección del corazón”. Solo el corazón comprende que Dios es tierra, cielo, vida, soplo, creación, silencio, luz, oscuridad, misterio.

En “La carta del joven obrero” aparecida en 1922, Rilke habla de Cristo, señalando que su luz se apagó hace mucho. Su misión fue revelar un nuevo camino hacia Dios. Ahora es el árbol donde nosotros maduramos como frutos. En ningún caso debe interpretarse como el signo de otro mundo, un hipotético reino espiritual más perfecto que la Tierra: “¡Qué locura desviarnos hacia un más allá, mientras aquí estamos rodeados de tareas, esperanzas y futuros! ¡Y qué engaño sustraer a este mundo las imágenes de su éxtasis, para venderlas, a espaldas nuestras, al cielo!”. Mortalmente enfermo y enamorado, el joven obrero de Rilke visita iglesias y siente que Dios no pide nada. Su amor no puede ser más incompatible con prohibiciones y condenas. Resulta particularmente incongruente atribuirle aversión al sexo, “raíz de todas las vivencias” y “fuente pura de nuestras energías”. Rilke se rebela contra la hostilidad hacia el placer sexual, una actitud que los cristianos asimilaron de la tradición platónica y la moral estoica: “¿Por qué nos han desterrado el sexo, en lugar de trasladar a él la fiesta de lo que a nosotros nos incumbe? […] ¿Por qué no pertenecemos a Dios desde este lugar?”. Rilke no se refiere solo a lo genital, sino a esa sensualidad que se manifiesta como una comunicación permanente con el mundo mediante los sentidos. Es una cualidad que brota espontáneamente en la niñez, cuando la razón aún no ejerce su mediación en el contacto con las cosas. Esa forma de conocer y explorar lo real constituye –según Rilke- la esencia del sentimiento religioso. Para lograr esa experiencia, no hacen falta iglesias, textos revelados y ni siquiera fe, pues lo sagrado es la tierra, no un hipotético más allá. Rilke fue desarrollando una creciente hostilidad hacia la figura de Cristo, pues consideró que no esclarecía nuestro conocimiento de Dios, sino que lo malograba, contaminándolo con las ideas de pecado y redención. En una carta destinada a Witold Hulewicz, explica en qué debe consistir la experiencia religiosa: “Con una conciencia puramente terrenal, profundamente terrenal, felizmente terrenal, se trata de integrar lo aquí visto y tocado en un ámbito más amplio, el más amplio. No en un más allá cuya sombra oscurezca la tierra, sino en un todo, en el todo. Siguiendo los pasos de Nietzsche, Rilke reivindica el júbilo como vía de acceso a lo sagrado Frente al viacrucis postulado por el cristianismo. En una dedicatoria en verso a la baronesa Renée de Brimont, escribe:

Para encontrar a Dios hay que ser feliz
porque los que con angustia lo inventan
van rápido y buscan muy poco
la intimidad de su ausencia ardiente.

Historias del buen Dios

En 1899, Rilke escribe un conjunto de relatos que agrupa bajo el título Historias del buen Dios. Algunos cuentos se inspiran en relatos tradicionales rusos. Durante su viaje por Rusia con Lou Andreas-Salomé, se familiarizó con la espiritualidad de un país que había forjado su identidad al calor de la experiencia religiosa. Lejos de ser algo formal, la fe de los rusos era algo muy vivo y enraizado en lo cotidiano. El éxito de la obra hizo que Rilke añadiera nuevos relatos en la segunda edición, que dedicó a la escritora y pedagoga sueca Ellen Key. El poeta indicó que se trataba de historias contadas a los adultos para ser transmitidas a los niños, pues solo los más pequeños pueden entender que Dios circula por la Tierra como un bardo, un campesino o un dedal. Sumamente atareado, necesita la ayuda del hombre para mantener el mundo en marcha. Rebosante de ternura e inocencia, aparece indistintamente en la localidad berlinesa de Schmargendorf, la estepa rusa, el gueto judío de Venecia o la bella Florencia. Son los escenarios donde discurrió la vida de Rilke, infatigable peregrino. Dios está en todas partes, pero únicamente los niños y los artistas advierten su presencia y logran comunicarse con él. Las religiones han enterrado a Dios en el cielo. A los niños y los poetas corresponde desenterrarlo para devolverle a su verdadera morada: la menospreciada Tierra, donde vida y muerte se alternan como notas de una sinfonía infinita.

En los catorce relatos de Historias del buen Dios, Rilke nos habla de un Dios que no lo ve todo y que incluso no conoce demasiado bien al ser humano. Cuando lo modeló con barro, surgió una discrepancia entre sus manos. Dios no es un sabio, sino un poeta que avanza torpemente, luchando contra la materia que ha elegido para plasmar sus proyectos. Eso que llamamos Espíritu Santo, solo es la cercanía de Dios, recordándonos que hombre y Creador comparten el mismo desamparo, desbordados por un cosmos que supera su capacidad de comprensión. En algunos momentos, Rilke habla como un gnóstico, comparando a Dios con un escultor cuyo trabajo soporta el lastre de la materia, fuente de toda imperfección. ¿Por qué hay pobres en el mundo? Nunca podremos averiguarlo. Quizás están ahí para recordarnos nuestra menesterosidad. En sus conversaciones con Ewald, un vecino “tullido”, Rilke recrea viejos cuentos rusos. Rusia no es un país más. Limita con Dios, así como Europa cada vez está más cerca de convertirse en un páramo de banalidad, con un seno cada vez menos fructífero. Por el contrario, Rusia es la matriz del pan. Pan que alimenta el espíritu. Pan que encarna la verdad y la justicia. Europa, devastada por una decadencia imparable, solo es un vientre estéril. No aporta nada, salvo vacío y desarraigo. Rusia nunca ha dejado de ser una tierra fecunda. Un campesino posee más sabiduría que un hombre de ciencia en un laboratorio de París o Londres. La erudición solo alumbra palabras muertas. En cambio, un mujik, con su trabajo silencioso y humilde, no cesa de generar vida, claridad, abundancia. Su hoz es más fértil que cualquier probeta.

Para Rilke, Dios no es algo acabado, perfecto e inmutable, sino “el que puede venir”. Solo hay que sentarse tranquilamente cerca de una ventana y esperar, como Ewald, siempre atento a lo que le rodea. Durante esa espera, hay que educar la mirada y mantenerse en actitud de escucha. Imitar a los pintores. Giorgione aprendió a conocer su interior, observando el exterior. Sus pinturas retratan indistintamente su alma y el mundo. Tiziano logró captar en sus lienzos de forma simultánea la tierra y el cielo, lo temporal y lo eterno. Los parias y excluidos también poseen una sensibilidad artística. Es el caso de los judíos del gueto de Venecia, que elevan sus viviendas para acercarse a Dios. Siguen esperando la tierra prometida y a un nuevo Abrahán, pero este no será un profeta, sino un artista como Miguel Ángel, capaz de intuir en el mármol la presencia de Dios, convirtiendo su silencio en elocuentes formas. Dios no se hace visible en el pensamiento, sino en el corazón. Su oscuridad a veces nos desconcierta, pero siempre es más fructífera que la “fría vigilia” de la razón. El corazón entiende que Dios no vendrá del cielo, sino de la tierra. Dios es un campo fértil. En sus dominios, florece hasta la muerte. Solo el arte logra reflejar ese misterio. Con la palabra, con los colores, con las notas. Rilke aventura que “Dios y el artista tienen los mismos bienes y la misma pobreza”. La naturaleza es arte y el arte, naturaleza. Llamamos Dios a la matriz última de esta abundancia.

En Florencia, Rilke descubre la huella de Dios en todas partes: “En todos los cuadros encontraba rasgos de su sonrisa, las campanas aún vivían de su voz, y yo reconocía en las esculturas reproducciones de sus manos”. Dios no es: será. Vendrá y nos enseñará a amar la oscuridad. Ewald, el “tullido”, intuye que Dios camina sobre nuestros hombros con pasos ligeros. Si queremos rezar, no es necesario emplear fórmulas retóricas. Solo debemos estar “ensimismados, perdidos en algo, reunidos en torno a algo”. Dios no ha llegado a su fin. Su belleza no deja de crecer. Escribir es una forma de participar en esa eclosión. Se parece a caminar. Al cabo de un tiempo, aparece la fatiga y el miedo de haber perdido el rumbo, pero siempre hay que continuar. El Dios de Rilke es un camino, una senda con un final incierto, un devenir que apunta hacia la plenitud. No es el Dios de la tradición cristiana, pero tampoco es completamente ajeno a esa perspectiva. De hecho, Rilke sentía un enorme aprecio por la figura de María de Nazaret, esa virgen de seno fecundo que evocaba el “estruendo primigenio” del que surgió el mundo. Dios no es un severo juez, sino un artista que sufre con su creación. Su existir es lo que llamamos vida y podemos descubrirlo en nuestro interior como una música que nos convoca sin cesar, invitándonos a mirar el mundo con gratitud. Al igual que Etty Hillesum, Rilke no desdeña el gesto de arrodillarse, pero no considera que constituya una forma de adoración, sino de escucha. Al ponernos de rodillas, nos adentramos en una oscuridad que clarifica nuestra comprensión de lo real. Historias del buen Dios es un valioso peldaño en esa escalera que el hombre ha construido para escalar hasta el cielo. Nos eleva, pero también nos recuerda que la Tierra, lejos de ser un valle de lágrimas, es la llama más resplandeciente de lo sagrado.