Rosa Ruiz
Teóloga y psicóloga

Cuidar: el milagro de la amabilidad (I)


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Cada vez que algo se convierte en moda y aparece repetido en escritos, formaciones, cursos, discursos, planes… corremos el peligro de vaciarlo de sentido, de quedarnos con una especie de cáscara o de ideología hueca. Como un escaparate sin alma o un hilo musical de ascensor. Puede pasar esto con palabras como humanizar, sinodalidad, vulnerabilidad… y últimamente con el cuidado. Sí, es cierto. Cuando todo es humanización, parece que todo vale y que no hay nada que cambiar. Cuando todo es sinodalidad, cuando todo es exaltación de la vulnerabilidad, cuando todo es cuidado…



Pero hay otra posible lectura: cuando una realidad se repite por todos lados, lejos de ser una moda impostada, puede ser una llamada universal, un signo de los tiempos. Y creo que eso está ocurriendo hoy con el cuidado (y la sinodalidad, y la humanización y la vulnerabilidad…).

Reivindico el cuidado pero sobre todo reivindico que respetemos el cuidado con escrupulosidad. Que no lo llenemos de ñoñerías. Que no lo abaratemos de saldo. Que no lo vendamos de cualquier modo para llenar cursos, libros y jornadas. Porque lo necesitamos. Lo necesitamos mucho. Vivimos demasiado des-cuidados y eso nos pasa factura. Como ocurre con otras grandes palabras.

Vivir y trabajar por la humanización en todas las áreas nos obliga a valorar lo humano, a no anhelar ser lo que no somos para ser mejores o más felices, a ver en cada persona ese fondo sagrado de lo humano.

Bien-tratarnos

Creer que la sinodalidad es un horizonte que nos llama y nos reta implica reconocer que no estamos ahí, que la Iglesia necesita cambiar de verdad.

Acoger la vulnerabilidad como rasgo esencial de las personas nos sitúa en la vida percibiendo lo frágil y quebradizo como una oportunidad de crecimiento, como un regalo para bien-tratarnos, como un prisma para mirarnos y sostenernos mutuamente.

Por eso no podemos dar por hecho que sabernos frágiles y necesitados de cuidado nos humaniza automáticamente. Sabernos frágiles, quebrados y necesitados de cuidado y ternura también puede hacernos ególatras, insensibles, mentirosos, quejicas y egoístas. Porque cuando el miedo se pone por encima de la confianza, nos hace vivir en guardia, a la defensiva, centrados en nuestro propio ombligo. No siempre los más fuertes son los más impositivos o violentos. ¡Cuántas veces nuestras palabras y gestos más duros e inhumanos nacen de una pequeñez mal integrada!

Si estamos convencidos de la necesidad de la ternura y el cuidado como herramientas esenciales para hacer sostenible y más feliz nuestro mundo, quizá tengamos que empezar por cosas tan simples que parecen prescindibles. Por ejemplo, la amabilidad. Sí, ser amables como un primer paso esencial para cambiar el mundo. ¿Te parece poco? Sería una revolución:

“La amabilidad es una liberación de la crueldad que a veces penetra las relaciones humanas, de la ansiedad que no nos deja pensar en los demás, de la urgencia distraída que ignora que los otros también tienen derecho a ser felices. Hoy no suele haber ni tiempo ni energías disponibles para detenerse a tratar bien a los demás, a decir “permiso”, “perdón”, “gracias”. Pero de vez en cuando aparece el milagro de una persona amable, que deja a un lado sus ansiedades y urgencias para prestar atención, para regalar una sonrisa, para decir una palabra que estimule, para posibilitar un espacio de escucha en medio de tanta indiferencia. Este esfuerzo, vivido cada día, es capaz de crear esa convivencia sana que vence las incomprensiones y previene los conflictos” (Francisco, ‘Fratelli tutti’ 224).

¿Por qué nos cuesta tanto a veces un gesto y una palabra acogedora? ¿Por qué incluso podemos ser amables con un desconocido y crueles con los que más queremos? ¿Por qué descuidamos tanto la amabilidad con nosotros mismos? Quizá merezca la pena seguir pensando esto en una próxima entrega…