Cuando la ira sustituye al miedo


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En uno de sus últimos enriquecedores artículos en Vida Nueva, el periodista José Lorenzo, escribiendo sobre el interminable drama de los abusos, hacía notar que al despreciarse las denuncias se permitía que “la ira sustituya al miedo en el pecho de las víctimas”.

La frase permite asomarse por un momento a los sentimientos inexpresables de tantos menores aterrados e incapaces de toda palabra. Allí está la llave que permite al abusador apropiarse de la víctima, paralizarla y dejarla en completa soledad e indefensión. El miedo, el miedo de los niños, es una experiencia que probablemente todos hemos experimentado; aprovecharse de ese sentimiento es sin duda una de las acciones más viles de las que es capaz el ser humano.

Cuando el miedo se vincula con la religión, el drama se potencia. Ante la experiencia religiosa el niño es especialmente vulnerable. En realidad todos lo somos, pero para el niño o la niña la palabra Dios y todo lo que la rodea pertenece a una esfera misteriosa, inimaginable, innombrable. Aquello que se refiere a la religión, especialmente en el corazón inocente de un menor, forma parte de un ámbito a la vez lejano e íntimo. Lejano por inaccesible a la comprensión, pero íntimo y secreto por pertenecer a la imaginación y los deseos más personales y propios, aquel sitio más sagrado que poco a poco va germinando en la infancia. Y los sacerdotes, en la mente de un niño, forman parte de ese mundo imaginario, fantástico, y a la vez cercano y oculto.

Por algo Jesús repite hasta el cansancio “no teman”; “no tengan miedo”. El Señor, que conoce mejor que nosotros nuestro corazón, sabe muy bien los peligros que acechan a la experiencia religiosa cuando ésta nace del temor o se alimenta de él. Todas sus palabras y gestos apuntan a desterrar de nuestro ánimo el temor a Dios. Jesús no se detiene a explicar textos bíblicos y a entrar en sutilezas para expresar en qué sentido se puede hablar de “temor a Dios”, va directo a lo que importa: no tengan miedo, Dios es un Padre que nos ama siempre y sin peros, esa es la única expresión a la que no se le puede poner matices.

Sería una negligencia inexcusable que la Iglesia no aprovechara esta experiencia de estar atravesando por este crisol purificador, por este verdadero horno de fundición, para llegar hasta el fondo de lo que está en juego: nada más y nada menos que el abandono definitivo de una imagen de Dios castigador y vengativo que aún sigue presente en infinidad de catequesis, homilías y devociones cargadas de una visión de Dios profundamente anticristiana.

Esta pesadilla debería animarnos a “preparar el camino del Señor” para encaminarnos hacia una fe más adulta, debería ayudarnos a purificar nuestra fe de fantasmas paganos que aún se esconden en algunas oraciones y prácticas de piedad que se siguen enseñando en nuestras escuelas y hasta en los seminarios. Ya es tiempo de renovar nuestro lenguaje religioso abandonando expresiones gastadas por el tiempo y atreviéndonos a volver a la fuente original de nuestra fe: esa alegría renovadora y transformadora que se encuentra en cada frase de los evangelios.

Quizás esta tormenta sirva para volver a ese lenguaje poético, afortunadamente impreciso y sugerente, cargado de imágenes bellas y sorprendentes, que encontramos en las parábolas y los discursos de Jesús de Nazaret. Con esas palabras niños y adultos pueden construir un lenguaje propio y misterioso que permita encontrarse en el secreto de cada corazón con el Dios de la vida, lejos de todo temor y protegidos de cualquier manipulación.

No solo es tiempo de proteger a los niños de algunos dementes, también es el momento para protegerlos de toda palabra que pueda sembrar en ellos cualquier forma de temor ante el Dios del Amor.