Jesús Manuel Ramos
Coordinador de la Dimensión Familia de la Conferencia Episcopal Mexicana

Ante lo posible


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Cuando escucho el refrán que dice “al mal tiempo, buena cara”,  pienso que existen malos tiempos pero también grandes tormentas, que no son tan fáciles de sobrellevar con un buen semblante. Y es que, recientemente, he leído algunos documentos relacionados con la viudez. Se trata ciertamente de un tema sensible, que seguramente se encuentra entre los principales miedos en el matrimonio.



Existen valiosas frases del tipo “alguien dice que otro dijo”, que ordinariamente deben su existencia a la afortunada y oportuna presencia de alguien que tomó nota de lo que dijo otra persona y con ello inmortalizó sus palabras, sin que ellas aparezcan plasmadas en alguna obra literaria o algún documento formal. Es el caso del querido Padre Pedro Richards, fundador del Movimiento Familiar Cristiano y de quien se dice que, durante una conferencia, nos regaló la siguiente frase: “Quien da el sí al matrimonio, también da el sí a la viudez”.

La primera vez que la escuché, la frase sacudió mis pensamientos al hacerme reconocer que, con mucha alegría aceptamos nuestra vocación de esposos, sin meditar en que el vínculo tiene un límite que tarde o temprano se presentará: “hasta que la muerte los separe”. Y es que, por lo general, vemos la muerte como algo tan lejano, tan agresivo, y tan doloroso, que no deseamos pensar en ello. No nos preparamos para la pérdida; es más, normalmente imaginamos que nosotros seremos la primera persona en morir y difícilmente visualizamos un escenario en el que nuestro cónyuge sea el primero en perder la vida.

Cuando he abordado el tema de la muerte con mi esposa, ella evade frecuentemente el diálogo diciéndome: “tú no te puedes morir, yo me moriré primero”. Entiendo su reacción como una respuesta que parte del gran amor que ella me tiene; sin embargo nosotros no determinamos eso, y no tenemos certeza ni del día ni de la hora de nuestra muerte y mucho menos, de quién de los dos partirá primero.

Al observar los efectos de la trágica pandemia que estamos viviendo, resulta inevitable reconocer el riesgo de que la muerte alcance a nuestra familia. Creo que es un miedo natural y que nos debería ayudar a cuidarnos más, así como a valorar las cosas buenas que ahora tenemos, como el amor del que somos objeto. Pero también tenemos la oportunidad para reflexionar sobre el amor que tendríamos que estar ofreciendo a los demás. Saber que mañana podría enfermarme y que en menos de una quincena podría fallecer, espero me ayude a ofrecer a mi familia lo mejor que tengo y no escatimar en el amor que ofrezco. Saber que podría perder a mi esposa en un par de semanas, me debería ayudar a valorar su existencia a mi lado, a darle todo el amor y la atención que merece. Considero que el riesgo en el que estamos podría ayudarme a vivir mejor con lo que tengo, pero también a prepararme y preparar a mi familia para reaccionar de la mejor manera, ante una situación no deseada pero posible como mi muerte.

Para quien ha perdido a un familiar ya sea por una larga enfermedad, o de esta manera sorprendentemente agresiva e inesperada que tiene la pandemia, que ni siquiera ofrece la oportunidad de despedirse adecuadamente, para quienes viven la experiencia del vacío que deja un compañero de vida, solo tengo palabras de consuelo que no me pertenecen, sino que tomo del Magisterio de la Iglesia: «Nos consuela saber que no existe la destrucción completa de los que mueren, y la fe nos asegura que el Resucitado nunca nos abandonará. Así podemos impedir que la muerte envenene nuestra vida, que haga vanos nuestros afectos, que nos haga caer en el vacío más oscuro». (AL 256).

Que el Espíritu Santo nos ayude a descubrir que quienes hemos perdido un ser querido, todavía tenemos una misión que cumplir.