Romerías: ¿son un verdadero vehículo pastoral?

(Vida Nueva) Siempre han sido una expresión de fe del ‘pueblo sencillo’ que convocan a miles de fieles. Pero cabe preguntarse, sobre todo en estas fechas, si estas fiestas podrían llegar a obstaculizar la labor evangelizadora. Domingo Conesa, ex rector del Santuario de la Virgen de la Cabeza de Andújar (Jaén) y el teólogo Antonio María Calero, abordan este tema en los ‘Enfoques’.

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¿Sirven para la extensión del Evangelio?

(P. Domingo Conesa Fuentes, osst- Ex rector del Real Santuario de la Santísima Virgen de la Cabeza de Andújar, en Jaén) La romería es una fiesta antigua y de “vieja” tradición acuñada en el  pueblo católico, para expresar su fe y devoción a la Virgen o a los santos. Se trata de fechas señaladas en el calendario anual que los cristianos vivían y viven durante todo el año para celebrar estos acontecimientos únicos, donde expresan su fe de manera particular, ofreciendo grandes sacrificios para interceder por los suyos o por ellos mismos.

Las romerías se han mantenido siempre a lo largo del tiempo, a pesar de los diferentes acontecimientos que puntualmente han acaecido en la Historia.

Dependiendo de quien lo analice, ensalzará más lo religioso que lo secular, o viceversa. Hemos de destacar, en todo caso, que ha sido siempre expresión del hombre en plenitud (alma y cuerpo), donde sale “rejuvenecido” para afrontar “su” realidad de manera diferente, con más animo y esperanza.

Últimamente, estamos viviendo un proceso de descristianización en la celebración de estas romerías, lo que está llevando “a quitar todo lo religioso” y a ensalzar lo lúdico, pero con el agravante de mantener los símbolos religiosos, pero vaciándolos de contenido. Así, vemos lucha (empujones, zancadillas, palabras fuera de tono y contexto, y otras manifestaciones) delante de la imagen, afán de ser ellos los protagonistas, aunque digan y vociferen, a quien quiera oírlos, su devoción y amor  “a Ella” o “a Él”, más que nadie.

Casi siempre, los que dirigen estas manifestaciones son personas que “están lejos de la Iglesia” y, especialmente, apartados de su compromiso cristiano.

Pero, ¿por qué se llega a estas situaciones? Es difícil exponer los motivos en tan breve espacio, por lo que tan sólo presento unos apuntes que creo pueden resultar clarificadores:

1. La Iglesia, entendiendo por ella a los pastores, se ha apartado de estas manifestaciones, considerándolas fuera de lo vivencial, del compromiso, y tildándolas de algo mágico, anacrónico, a-religioso, supersticioso, etc.

2. La Iglesia ha querido y quiere que el laico se comprometa con su fe y colabore en el desarrollo de ella, dándole responsabilidades que están en la mente de todos. Las responsabilidades están inmersas en la comunidad, pero ésta, al sufrir en su estructura, se aparta dejándolos solos, y algunos han tomado esa responsabilidad como poder, prestigio, etc., dando origen a una lucha de intereses que se manifiesta en pugnas dentro de los organismos que representan.

3. Los fieles, “pueblo llano y fiel”, siguen adelante a pesar de cuanto ven en su entorno; se lamentan, pero su fe, recibida de sus mayores y arraigada a lo largo de su muchos años, sigue manteniendo ese “hilillo” de comunión que les hace ser “fieles a su modo” año tras año.

La romería, como manifestación de la religiosidad popular, ha sido y sigue siendo una expresión de fe, del “pueblo sencillo”, hacia Dios. Ésta se mantiene por la sed de espiritualidad fundamental entre los sencillos y los pobres. Esta sed hay que potenciarla y no permitir que se apague. Hemos escuchado que hay que proscribir este tipo de expresión, pero antes de esto hay que remangarse para saber discernir con valentía qué es lo que está sucediendo hoy día y cuáles son los porqués.

En vez de apartarnos, hemos de estar con ella para purificar este tipo de expresión, por que es la esencia, diría yo, del ser humano. Hemos de iluminar todo con la Palabra de Dios y no potenciar el ritualismo vano, a la vez que se da cauce al sentido festivo de la espiritualidad cristiana.

La espiritualidad no ha muerto, ni lo religioso, ni Dios, de ahí la fuerza de la romería. Hemos de acercarnos a ella sin prejuicios para compartir la vida, el pan y, con la luz de la Palabra, crecer en el diálogo acompañando este resurgir.

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Una manifestación de la religiosidad popular

(Antonio Mª Calero, SDB- Teólogo) Desde los primeros siglos de la Iglesia, junto a las celebraciones cultuales de naturaleza litúrgica, aparece el hecho de multitudes que, al margen del culto oficial, expresan sus sentimientos religiosos con peregrinaciones, romerías, encuentros multitudinarios en lugares considerados particularmente ‘sagrados’, sea por la presencia de alguna imagen (especialmente de María), sea por la fama de los milagros que allí se realizaban. Los cristianos no hacen excepción a lo que la fenomenología religiosa dice: todos los hombres, por primitivos que sean, sienten en lo más profundo de sí mismos la necesidad de ponerse en relación con un “algo” y, sobre todo, con un “alguien” superior –un ‘numen’, unas ‘fuerzas cósmicas’, unos ‘espíritus’, unos ‘antepasados’, unos ‘astros’–, que son, al mismo tiempo, fuente de donde brota la propia seguridad existencial y fuerza que respalda y dirige los destinos del ser humano.

El cristianismo popular, como todo hecho humano, como el hombre mismo, está atravesado por una inevitable ambigüedad. Por eso, no le ha sido fácil lograr el reconocimiento “oficial” de la Iglesia jerárquica. Debieron pasar siglos antes de que lo obtuviera por boca de Pablo VI, quien reconoció: “Tanto en las regiones donde la Iglesia está establecida desde hace siglos, como en aquéllas donde se está implantando, se descubren en el pueblo expresiones particulares de búsqueda de Dios y de la fe. Consideradas durante largo tiempo como menos puras y, a veces, despreciadas, estas expresiones constituyen hoy el objeto de un nuevo descubrimiento casi generalizado”.

En la religiosidad popular, y particularmente en las romerías, existen, en efecto, luces y sombras. Luz innegable es la afirmación de valores morales básicos referentes a la familia, la amistad, el compañerismo, la solidaridad, la justicia, etc. Pero estas romerías no están exentas de sombras y deformaciones, “una serie de elementos procedentes de formas incompletas, de concepciones y vivencias parciales o reducciones del catolicismo que lo empobrecen y que transmiten a las masas las imágenes deformadas que de él se hacen” (Obispos del Sur).

Cabe señalar, además, un cierto primitivismo religioso por el que la mera religiosidad no da paso a una actitud de fe; un reduccionismo legalista, que se queda en la pura norma religiosa; un acentuado localismo, que pierde el sentido cristiano de la omnipresencia de Dios, reduciendo su presencia a un lugar determinado, o un privatismo de devoción subjetiva. Sombras son, igualmente, reducir la religiosidad popular a un puro aunque importante “hecho cultural”, la interpretación ideologizada de este hecho desde claves políticas, su instrumentalización por parte de personas o grupos, al servicio de la vanidad, del prestigio, o para escalar o afianzar posiciones sociales.

Ante este panorama, es necesario insistir en los núcleos fundamentales e irrenunciables del mensaje cristiano para que esa religiosidad popular sea auténticamente cristiana. El primero es la fe,  como principio determinante del ser cristiano. No es la religiosidad del hombre la que determina los comportamientos exigidos por la fe, sino  lo contrario. Es la fe la que debe reorientar y poner en su verdadera perspectiva todas las manifestaciones de la religiosidad, incluidas las romerías. Un segundo elemento es Dios, como fundamento y horizonte último del hombre. Si el verdadero problema del cristianismo hoy es la profunda “crisis de Dios”, la religiosidad popular, como fenómeno masivo, debe poner todo su potencial, energía y eficacia en ofrecer la imagen del verdadero Dios manifestada en Cristo Jesús. Frente a un ‘dios’ temible, justiciero, que no olvida, deseoso de sacrificios, mercantilista (‘si me das, te doy’), que premia o castiga según le gusten o no las acciones de los hombres, está la imagen del Dios cercano y misericordioso, que quiere la verdadera y definitiva felicidad del hombre. En nuestra sociedad pluricultural y plurireligiosa, la condición de bautizado tiene que traducirse en un compromiso serio y personalizado de seguimiento de Cristo como “discípulos”. Por otra parte, si quiere mantenerse fiel en el cauce cristiano en que surgió desde muy pronto en la Iglesia, la religiosidad popular ha de empeñarse constantemente en desarrollar el “sentido de Iglesia”. Únicamente en ese marco eclesial tiene, no sólo su justificación, sino la garantía de fidelidad a los valores del Evangelio. De otra forma, no tardarán mucho esas manifestaciones en quedarse en un plano meramente antropológico, carentes de trascendencia evangélica, con el consiguiente riesgo, hoy particularmente inmediato, de ser instrumentalizadas por los medios de comunicación, o incluso por los gerentes de la cosa pública.

En el nº 2.709 de Vida Nueva.

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