Raúl Molina
Profesor, padre de familia y miembro de CEMI

Lamentaciones


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Comenta Paula de Palma, en su último libro ‘Ritos que transforman’, que los cristianos hemos dejado de lado la oración de lamentación. Judíos y musulmanes, por ejemplo, la practican con asiduidad. Sin duda, sería saludable recuperar el lamento como forma de expresión. Y digo el lamento, no la queja. Pues la queja es egocéntrica y nos convierte en la razón por la que los otros, e incluso la realidad, debe cambiar. La queja encierra una demanda, una exigencia, un reproche.



Sin embargo, el lamento es la expresión de desasosiego ante nuestra impotencia, ante nuestra angustia. El lamento es el grito desconcertado de nuestra humildad, es la conciencia de ser humillados por esa incontestable realidad que nos sobrepasa, es un sentimiento de incapacidad para dar respuesta al dolor propio y al dolor del otro.

El lamento brota en ese instante en el que ‘tenemos el alma en delirio y estamos agotados de gemir’ (Sal 6), en esa época de nuestra vida en la que ‘no paramos de estar preocupados con el corazón apenado todo el día’ (Sal 13), en esos momentos en los que ‘sentimos asco de nuestra existencia y hablamos repletos de amargura’ (Job 10,1). La impotencia ante el horror ejercido por el hombre contra el hombre alienta el lamento, pues fue difícil vivir de otra manera ese día en el que ‘cuando tropecé, se alegraron, se juntaron contra mí y me golpearon por sorpresa’ (Sal 35,15) y ‘nadie entre nosotros sabe hasta cuándo’ (Sal 74,7).

Desde el lamento

Jesús se lamentó impotente cuando clamó ‘¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y apedreas a quienes te han sido enviados’ (Mt 23, 37). ¡Hay tantas circunstancias que solo se pueden vivir desde el lamento! ¡Hay tantas biografías que no se pueden reconstruir sino desde el lamento!

Pero parece evidente que al hombre occidental no le cuadra el lamento. Este hombre ilustrado, convencido de su poder de superación constante, necesitado de saberse capaz de todo y devoto de la tecnología como solución última para la humanidad, no precisa de lamento. Cuesta entender, en nuestra cultura, que podamos mirar al cielo con un desconsuelo irreparable, con un dolor incurable y con una perplejidad que no se agota. Para no lamentarnos, evitamos evidenciar la miseria que escondemos y nos agarramos a conceptos, como resiliencia, superación personal, reinventarse, a veces provechosos, pero que hemos convertido en dogmas inamovibles.

Cuando le decimos a alguien, “lo lamento”, estamos haciéndonos partícipes de su dolor aceptando que “nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”, que escribiera Machado. Por eso el lamento, el clamor de nuestra impotencia, nos sitúa más cerca de lo que somos y nos posiciona de manera más veraz frente al mundo y frente al otro. De alguna manera, nuestro lamento no es un clamor personal, sino universal: es un clamor de toda la humanidad.

Contemplo el paisaje y lamento que no soy capaz de dar respuesta a lo que el día a día me exige, que el cansancio me puede, que mi debilidad, mi tristeza, mis dificultades y mis iras me superan; lamento que no soy capaz de encontrar consuelo ni de darlo; lamento que viejos amigos han desaparecido de mi vida, que la enfermedad y la vejez nos merma, que la muerte se lleva a uno de los míos; lamento una sociedad en la que aflora la indiferencia y en la que la vida vale menos que los intereses de los mercaderes, de los mafiosos o de los estados; lamento el lujo que crece mientras la miseria nos inunda y la desigualdad se perpetúa y la pobreza mata vidas; lamento la violencia codiciosa y dolor del planeta al que estamos haciendo inhóspito; lamento todo lo irreparable, todo lo desesperanzador, todo lo perpetuamente triste.

Lamento sacudirme el polvo.

 

Lam 2, 11 Se consumen en lágrimas mis ojos, | se conmueven mis entrañas; | muy profundo es mi dolor | por la ruina de la hija de mi pueblo; | los niños y lactantes desfallecen | por las plazas de la ciudad.