Política y corrupción, ¿son inseparables?

Hucha-urna(Vida Nueva) Los últimos escándalos de corrupción en la clase política a los que estamos asistiendo en España –pero no sólo– dan pie para reabrir un debate tan interesante como eterno: ¿el poder corrompe? José Rubio, catedrático de Filosofía Política en Málaga, y Rafael Manuel Fernández, secretario de organización del PUM+J, reflexionan en los ‘Enfoques’ sobre la necesaria regeneración de un oficio que ha perdido credibilidad.

El ‘rey desnudo’ de las democracias

José-Rubio-Carracedo(José Rubio Carracedo– Catedrático de Ética y Filosofía Política en la Universidad de Málaga y autor de Ética del Siglo XXI. Proteus, Barcelona 2009) La cuestión de la corrupción política ha estado presente siempre en la democracia desde la Grecia y la Roma clásicas, aunque no tanto en los tratadistas políticos como en la práctica política –vigilancia ciudadana, rendición de cuentas de gobernadores, pretores…–. Pero no me referiré aquí a la corrupción histórica, sino a la actual. En principio, resulta manifiesto que estamos bien servidos de corrupción política, aunque también entre nosotros la corrupción más notoria sea la económica y sus derivados. Pero pondré especial énfasis en la corrupción “invisible”, ésa que, a diferencia de la urbanística, pasa desapercibida para la mayoría de ciudadanos, porque se trata de una corrupción institucional, que afecta a las estructuras y a la misma legislación.

Resulta llamativo el menosprecio de las cuestiones de corrupción política en las democracias modernas. Se daba por sabido que la corrupción multiforme era propia de los regímenes dictatoriales y del Tercer Mundo. Las democracias occidentales, en cambio, estaban a salvo de semejantes problemas, siendo ésta una de sus señas de identidad. Y eso que el sistema de representación indirecta significaba por sí mismo una puerta abierta a todo tipo de corruptelas. Pero sucedía como en la fábula del ‘rey desnudo’: la desnudez era patente, pero simulaban que, simplemente, el rey usaba vestidos muy transparentes.

Han sido muchos los intentos por definir la corrupción política, dado su carácter viscoso. Una de las definiciones más aceptadas es la de Nye: “Es el abuso de un cargo o de una posición pública para beneficio privado”, lo que supone la violación de un contrato por un servidor público respecto del Estado y del ciudadano. Otros se limitan a una tipificación jurídica: es el quebrantamiento de una ley para obtener beneficio privado. Ahora bien, es preciso no olvidar que, para que exista corrupción, se precisan dos: el corruptor y el corrupto. Ello implica que, fuera de casos excepcionales, el fenómeno de la corrupción política supone el marco de toda una cultura permisiva de la corrupción.

La corrupción invisible (institucional, estructural) es la gran olvidada en los estudios actuales sobre corrupción política. El tipo de corrupción política al que me refiero afecta al nivel institucional y alcanza a la estructura misma de la democracia, dando lugar a un modelo defectivo o degenerado de la misma que llamamos partidocracia. Por lo demás, no es visible, esto es, no es percibida ni sentida como tal por la inmensa mayoría, dado el contexto de las democracias contemporáneas, en particular del modelo latino. Y cuando se percibe, se considera normal, inevitable, asumible, etc. Y es que el defecto es estructural, y su origen está ya en el diseño institucional.

En definitiva, la política supuestamente democrática se ha puesto al servicio de la conquista y el mantenimiento del poder mediante la lucha competitiva, por todos los medios, excepto la violencia física, entre grupos políticamente organizados; es decir, hemos llegado a la partidocracia, o nueva forma de oligarquía con los partidos políticos. Son los partidos políticos quienes “venden” a los electores sus listas electorales –previamente elegidas por la oligarquía de cada grupo– y su programa mediante las promesas electorales para conseguir más votos, sin sentirse obligados a cumplirlas, o cumpliendo sólo algunas de ellas. El poder entonces es el único objetivo real, y para conseguirlo “todo vale”. ¿Por qué? Porque con el poder viene todo lo demás: prestigio social, fama, riqueza, influjos, etc.

Mientras, el cuarto poder (los medios de comunicación) se alinea cada vez con más descaro con uno u otro de los partidos mayoritarios. Resulta decisiva la ausencia de cultura democrática y su estructura de oportunidad política para la corrupción. La cultura pública democrática se manifiesta en la percepción que tiene la opinión pública de la corrupción política, según sea tolerante y comprensiva o, por el contrario, vigilante e intransigente.

En conclusión, el panorama de corrupción institucional y derivada que afecta a las democracias contemporáneas muestra que, a la postre, la democracia realmente existente también es un régimen político deficiente. En definitiva, siempre se cumple el dicho: “Tenemos la democracia que merecemos”; esto es, la que se corresponde con nuestro (sub)desarrollo cívico-político.

Política para servir, no para servirse

Rafael-Manuel-Fdez(Rafael Manuel Fernández Alonso– Secretario de Organización del Partido Por Un Mundo Más Justo, PUM+J) En el momento que nos ha tocado vivir, podemos respirar un desencanto general sobre todo lo que tenga que ver con política y políticos. El ciudadano de a pie cada vez se siente más alejado de la clase política. Quienes hemos hecho campaña electoral a pie de calle nos hemos encontrado con un rechazo generalizado en cuanto nombramos la palabra ‘partido’ o ‘político’. Ya nadie se fía de los políticos y en muchas ocasiones hemos escuchado: “Todos son iguales”.

Emmanuel Mounier, el filósofo personalista, definió la política como la más alta forma de amor a la humanidad, y así debería ser. La Política debe ser una vocación, un espíritu de servicio hacia los demás, una forma de servir. Pero estamos acostumbrados a ver a políticos que vienen a servirse y medrar en la política y que se la plantean como una profesión, como un método para conseguir poder económico o social. Alejados de los ciudadanos a los que dicen representar, creando una clase cerrada, una nueva jet society que no representa a nadie más que a sí mismos.

Basta abrir cualquier periódico un día cualquiera y encontrarnos con casos de corrupción, de transfuguismo, de prevaricación… ¿Cómo puede sorprendernos que en cada consulta electoral el nivel de absentismo sea cada vez mayor o que a los jóvenes no les interese implicarse en política? La política y los políticos no tienen buena prensa entre los ciudadanos de hoy día, y esto tendría que hacerles reflexionar sobre lo que hacen y lo que no hacen, para que los ciudadanos se distancien cada vez más y se muestren más indiferentes ante la política.

Lejos quedaron aquellos años de la Transición española, cuando muchos hombres y mujeres dieron un paso hacia delante y entraron en política para transformar una sociedad, para servir al pueblo del que formaban parte. Tengo la suerte de contar entre mis amigos y compañeros de partido con una mujer que participó en aquellas primeras elecciones democráticas y nos cuenta cómo se veía la actividad política como una oportunidad de servicio a los demás.

Es necesaria una regeneración política, una vuelta a los orígenes, al principio de la democracia, donde lo que se buscaba no era conseguir parcelas de poder, sino el triunfo de las ideas, de una visión de sociedad, de un sueño y un ideal; se necesitan de nuevo hombres y mujeres que sean capaces de darse a sí mismos, sin esperar una recompensa inmediata; se necesitan aires nuevos para dignificar la clase política, nuevos partidos, nuevos políticos, nuevas actitudes que den un soplo de aire fresco. Y es en esta realidad política donde partidos como Por Un Mundo Más Justo (PUM+J) pueden aportar esos aires renovados que todos estamos deseando.

Nuestra oferta no es nueva, no es un invento de última hora, es una vuelta a los valores políticos que los grandes partidos han abandonado hace tiempo: coherencia, transparencia, debate de ideas, democracia, en definitiva, servicio a la sociedad.

Mientras los partidos políticos tradicionales se han convertido en estructuras cerradas, donde no hay posibilidades de debates internos, donde el poder y la decisión son asumidos por un número reducido de autoproclamados líderes, nosotros creemos que hay otra forma de hacer política.
Es necesario, por tanto, volver a recuperar algunos valores olvidados. La democracia es pluralidad, y la pluralidad es riqueza, pero nos están imponiendo que los períodos electorales se conviertan en momentos de venta de imagen en lugar de debate de ideas.

Debemos reencontrarnos de nuevo con estos valores:

Coherencia frente a tanto doble mensaje, donde se oferta una cosa por un lado y se contradice por el otro. Transparencia frente a la opacidad de las decisiones que los políticos toman en nuestro nombre, pero sin consultarnos. La Constitución española dice que la soberanía emana del pueblo, pero estamos viendo cómo cada día se secuestra la opinión del pueblo, como en un nuevo Despotismo Ilustrado, todo por el pueblo pero sin el pueblo. Una clase dirigente decide qué es bueno, qué necesitamos, qué debemos pensar, sin darnos opción a expresarnos, como si esta soberanía quedase reducida a unos minutos cada cuatro años. Servicio frente a profesionalización; participamos en la política no para vivir de ella, sino porque creemos que es posible una sociedad distinta, a la que queremos servir, y por eso damos un paso al frente, pero siendo conscientes de que todo servicio requiere un sacrificio, de que todo servicio es fruto de un momento y una circunstancia puntual que no nos permite perpetuarnos acomodándonos, y que lo importante no es el nombre del político; lo realmente importante es ese proyecto de sociedad que nos hace entrar en política y luchar para que se convierta en realidad.

En el nº 2.680 de Vida Nueva.

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