Abusos, un estiércol que sigue manchando a la Iglesia

Los casos de los niños sordomudos abusados en Mendoza y del sacerdote de Boulogne que perdió el ministerio sacerdotal

La Pontificia Comisión para la Tutela de Menores presentó hace algunas semana su nuevo sitio web para “proporcionar al público en general actualizaciones periódicas sobre el trabajo de la Comisión”, presidida por el cardenal Sean Patrick O’ Malley, arzobispo de Boston (Estados Unidos). Mientras se conoce el lanzamiento de la web de esta comisión dedicada a proponer iniciativas apropiadas para la protección de los menores y de los adultos vulnerables, en la Argentina se suceden casos muy dolorosos que desagradan profundamente.

El más conocido es el caso de los abusos sexuales a niños sordomudos en el Instituto Antonio Próvolo de Mendoza. Al momento están detenidos dos sacerdotes de la Compañía de María para la Educación de los Sordomudos: Nicolás Corradi, de 82 años, y Horacio Corbacho, de 55. También se encuentran en prisión un monaguillo y un empleado de maestranza de la escuela. Los cuatro sospechosos están imputados por los delitos de “abuso sexual agravado por la guarda y la convivencia preexistente con menores, en concurso real con corrupción de menores”.

Frente a esta vergonzosa situación, el arzobispo de Mendoza, Carlos Franzini, y su obispo auxiliar, Dante Braida, aseguraron a la prensa que nunca fueron notificados “de antecedentes penales que pesaran sobre ninguno de los sacerdotes imputados”. También manifestaron no haber recibido “ni denuncias ni comentarios sobre irregularidades que hubieran sucedido en dicho Instituto”; de hecho, dejaron claro que “de haber tenido conocimiento hubiéramos actuado inmediatamente”.

Por otro lado, el obispado de San Isidro informó que la Santa Sede decretó la pérdida del estado clerical del presbítero Cristian Gramlich, quien quedaba privado de todo ejercicio del ministerio sacerdotal. El sacerdote había sido denunciado en 2012 por “comportamientos graves e indebidos”. Inmediatamente, el obispo Oscar Ojea lo apartó de su servicio de párroco de Santa Rita, de la localidad bonaerense de Boulogne.

No hay duda de que tanto Franzini como Ojea tenían que dar la cara. No hay duda que ambos obispos debían pedir perdón y ponerse al servicio de los niños abusados, de sus familias y de la justicia civil. Sin embargo –aquí salgo de mi rol de periodista para hablar como padre de familia, en primera persona–, no tengo capacidad para ponerme en los zapatos de esos padres que tienen a sus pequeños hijos abusados. Y que no fueron abusados en plena vía pública por un degenerado desconocido, sino por sacerdotes a los que uno les confió la formación integral de sus hijos, una formación en el conocimiento de la ciencia, pero también en los valores y en la fe. Las expectativas que un padre pone en la crianza de sus hijos es inmensa, y la confianza que se entrega a los maestros, profesores, adultos educadores, es muy grande.

Me siento incapaz de comprender a esos padres que hoy tienen entre sus manos a sus hijos, niños que han perdido la inocencia de la infancia, niños que han perdido la capacidad de jugar e imaginar, niños que han perdido la frescura de la niñez. En definitiva, niños que han tenido la desgracia de haber sido obligados a marcar su vida con una perversión que jamás olvidarán.

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