El hombre que desactivó una palabra

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Esta columna fue publicada originalmente el pasado 30 de marzo, en el diario El Colombiano de Medellín. Presenta una memoria del sacerdote italiano Javier de Nicoló, de la comunidad salesiana, residenciado en Colombia desde 1948. Falleció a los 84 años en Bogotá, convertido en silencioso redentor de niños de la calle. He aquí el texto:         

La palabra es “gamín”. El hombre es el padre Javier de Nicoló, muerto recientemente. Cogió la palabra, desentrañó su inteligencia y picardía, descubrió el modo de desarmarla como si se tratara de una mina antipersonal. Hoy nadie habla de un gamín.

En los años setenta del siglo pasado, hace cuarenta años, Colombia estaba sembrada de gamines. Niños desde los cinco años dormían en las calles, agrupados en galladas, ataviados con cobijas o chaquetas de adultos, pegados a una botellita de pegante.

Aparecían por todas partes, correteaban entre pequeñas fechorías, la vida les tiznaba la cara. Algunos transeúntes los compadecían, otros les temían, para la mayoría eran un fastidio.

Sus pies pequeños confundían, impedían ver la bomba de tiempo que se proyectaba hacia hoy. Fueron famosos. Ciro Durán les dedicó un largometraje documental en 1977, con música de Zumaqué. El Tiempo acogió en una tira cómica a Copetín, símbolo y héroe.

Germán Castro Caycedo incluyó en su libro Colombia amarga una crónica de 1975 donde define al gamín como “un ser superior”. Allí revela el secreto descubierto por Nicoló: establecer clubes o casas de rehabilitación, limpias, lindas, donde “lo difícil es entrar. No salir”.

Por curiosidad llegan a conocer, les facilitan duchas de agua caliente, comida, juego, decoro. Esa noche los sueltan de nuevo a la calle. Así por varios días. Ansiosos, vuelven hasta que los dejan dormir allí durante un mes, al cabo del cual los regresan a la calle. En este tire y afloje, se crea en ellos un deseo tremendo. Están picados de dignidad.

Lo demás lo hace la desorbitada inteligencia del gamín, quien “desde sus primeros años ha tenido que luchar casi que salvajemente para sobrevivir”. Bogotá fue el principal centro de operaciones del sacerdote italiano, pero sus casas se multiplicaron por todo el país.

Los niños arrebatados a la calle de la miseria son decenas de miles. Tantos, que sus andrajos desaparecieron del paisaje urbano. Y desapareció la estampa que ofendía al país y al futuro.

Con cada andrajo se borró una letra, una sílaba de la palabra que los nombraba. Desactivada la palabra, se desmoronó la realidad. O al revés. Da lo mismo. Lo cierto es que los gamines son tal vez la más antigua memoria histórica de la guerra. Y quedan como eso, como memoria.

Aludiendo a la eficacia de la obra de Nicoló, un comentarista agregó un rasgo incontrovertible. Entre las varias ciudades a donde se extendió su programa, la capital del país no solo fue donde comenzó sino donde más casas existen. El hogar Bosconia y la Ciudadela del Niño son emblemáticas.

Desde 1970 y por más de cuatro décadas dirigió el IDIPRON, instituto de la alcaldía dedicado a atender a niños y jóvenes que habitan en las calles, en abandono e indigencia. Pues bien, mientras otras ciudades colombianas sufren el azote de las pandillas juveniles, Bogotá se ha librado de ellas.

Así que Javier de Nicoló no solo desactivó la palabra gamín sino que desmontó en su fuente las bandas que con mucha probabilidad habrían luego pululado en esta urbe de ocho millones de seres.

Arturo Guerrero

Periodista y escritor

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