Editorial

Francisco y los cañones de Siria

Compartir

Mientras en las aguas del Mediterráneo se movilizaban con aprestos de guerra seis acorazados rusos y en las costas de Siria navegaban cinco poderosos destructores de Estados Unidos, la CIA había comenzado a entregar armas a los rebeldes sirios, y el régimen de Bashar al Assad se disponía  a intensificar la resistencia a la doble presión de los rebeldes y de Estados Unidos. En este ambiente cargado de violencia, resonó la voz del papa Francisco.

Al despliegue de fuerza y de recursos de las potencias, se opuso la voz del pontífice que proclamó: “no al odio fratricida y a los medios de los que se sirve; no a la violencia en todas sus formas, no a la proliferación de armas y a su comercio ilegal”. Con una desacostumbrada dureza hizo la pregunta que reprodujeron los medios en el mundo y que la conciencia de los hombres se formulaba: “¿Es de verdad una guerra por problemas o es una guerra comercial para vender armas en el comercio ilegal?”.

La sugerencia de la presión comercial como la causa de las guerras no es nueva. La opinión crítica de izquierda, en libros y publicaciones periódicas, en discursos y manifiestos ha documentado y difundido esa acusación; pero desde la alta instancia papal es, quizás, la primera vez que se formula esa denuncia.

Podría pensarse que el discurso papal, hecho de palabras tan frágiles como alas de mariposa, está condenado a ser un símbolo apenas y que carece de la fuerza que tienen los acorazados, las armas, las argucias diplomáticas o las presiones económicas, para cambiar la historia humana. Sin embargo, Francisco manifestó ante el mundo que Dios escribe la historia con otra clase de renglones. A eso equivale su invitación a enfrentar la violencia y la fuerza con una jornada de ayuno y oración. Lo significativo de todo esto es que el Papa obtuvo una respuesta inmediata de apoyo de organizaciones, iglesias y colectivos de todo el mundo que sintieron que la lógica de la guerra debía enfrentarse con la lógica del espíritu, no con la del sentido pragmático y común de políticos y guerreros. “La verdadera paz nace del corazón humano”, explicó Francisco, quien agregó para que los poderosos del mundo tomaran nota: “la violencia, la guerra, solo traen muerte y nunca son camino para la paz… La guerra es una derrota para la humanidad”.

Y ocurrió esta vez un hecho que parece interrumpir la línea que ha enlazado unos tras otros, los conflictos bélicos. La guerra no fue mirada como una fiesta, sino como un hastío. ¿Por qué el secretario de Estado, John Kerry, al contrario de lo dicho por su presidente, sugirió la salida al conflicto con la destrucción del arsenal químico del gobierno sirio? ¿Por qué esa idea fue acogida de inmediato y casi que con agradecimiento por el presidente ruso? En el mundo se pudo sentir un colectivo suspiro de alivio, incluido el del presidente Obama, porque nadie quiere la guerra, y haberla emprendido se habría señalado como un error y una propuesta de fracaso. De hecho aquellas primeras consideraciones moralistas con que el presidente Obama dio a entender que la intervención armada sería inevitable, sonaron a una posición políticamente incorrecta. Así, desde el lado de los partidarios de la fuerza, la guerra había comenzado a perder aceptación y voces como la del Papa no sonaban en el desierto.

Desde su lado y hablando para los hombres de espíritu del mundo el Papa volvió a decir: “Los invito a que sigan rezando. Se trata de renunciar al mal y a sus seducciones, se trata de decirles no al odio y a la mentira; de hacer una búsqueda larga, paciente y pensante; la misericordia es la verdadera fuerza que puede salvar al hombre y al mundo”.

El contraste es evidente y revelador: mientras el mundo utiliza todos los medios posibles para obtener la paz, como lo está demostrando el caso de Siria, no puede escapar a la sensación de que se trata de unas soluciones frágiles que más temprano que tarde estarán rotas. Ese es el resultado de la diplomacia o de las presiones económicas o de las fórmulas políticas, porque la construcción de la paz es más exigente que eso y pertenece a otro orden: el de los asuntos del espíritu.

De esto saben muy bien los obispos colombianos, ahora comprometidos en la peregrinación con la Virgen de Chiquinquirá por el río Magdalena. Antes lo habían hecho con el vía crucis nacional por la vida, la justicia y la paz, que convocó a la oración a distintas zonas del país durante siete años. Los obispos también  promovieron la Campaña Nacional por la Reconciliación y la Vida, y han mantenido la atención del país sobre la Semana de la Paz. Son iniciativas en las que se siente la respiración de ese mismo espíritu con que el Papa ha intervenido en la crisis de Siria.

Por sobre cualquier gestión política o diplomática, para el Papa cuentan la oración y el ayuno, la misericordia y el perdón, como acciones y actitudes de todos. Respuestas poco prácticas para el sentir de los pragmáticos de nuestro tiempo que vuelven los ojos al otro lado cuando a la fuerza no se responde con la fuerza.

Por estos mismos días incluyó Francisco en sus reflexiones, la del deber del católico de intervenir en política, “esa forma elevada de la caridad”, de que habló al estimular un pensamiento sobre la necesidad de hacer del bien de todos, la preocupación y gestión de cada uno. La paz es ese bien primero, que debe ser hechura de todos; que nace y se consolida cuando los corazones cambian, porque tanto la guerra como la paz nacen en el corazón de los hombres, y es allí donde la Iglesia ha encontrado su frente de trabajo por la paz.