Fernando García Salmones: el despertar de una víctima de abusos

No está como para echar cuentas exactas. Solo sabe que, desde hace cuarenta y tantos años, acude a psicólogos para reordenar su interior. Pero Fernando García Salmones no fue capaz de abrirse con ninguno de los profesionales con los que compartió tantas horas de confesiones. Aquello lo tenía escondido y enterrado. También para él mismo. Ellos tampoco supieron rascar.



“En determinadas circunstancias de tu vida ves que no eres capaz de crecer más como persona porque estás bloqueado: de repente, no quieres asumir más responsabilidad en el trabajo, sientes que no puedes tirar de ti ante un desafío social porque no tienes confianza en ti mismo… Por no hablar del muro que levantas en tu intimidad: disocias la sexualidad del amor, algo que se traduce en una hiriente soledad”.

Una capa de pintura tras otra de autodefensa para evitar grietas de una flaqueza que haga que se derrumbe su edificio de adulto aparentemente reconstruido, hasta que, hace relativamente poco, una terapeuta supo rascar lo que los anteriores ni intuyeron. “Aquí hay algo que no has sacado”, le espetó a Fernando. Y Fernando vomitó. Verbalmente. Soltó todo.

Entonces tomó la palabra aquel chaval que comenzó a sufrir un infierno que duraría casi dos años, cuando su profesor de Religión en el Colegio Claret de Madrid comenzó a abusar de él con 14 años, en 1975. Un calvario que se repetía hasta tres veces a la semana y que expiró cuando su verdugo se fijó en otro chaval.

Un runrún interno

Fernando ha tenido que ver cómo un prelado le vetaba su participación en la presentación de un libro de acompañamiento a las víctimas, por temor a lo que pudiera decir su cardenal superior. No dijo ni mu durante aquel acto. Para bien o para mal. Pero aquello sí le provocó un runrún interno que acabó explotando en forma de portada en el diario El País.

“Aunque en un primer momento tu entorno queda desconcertado, hoy puedo decir que me ha ayudado a estar más entero. Otras víctimas están en su derecho de no ‘salir del armario’, pero para mí era y es una necesidad y un deber”. De aquel instante en el que comenzó a ponerse bajo los focos, recuerda cómo su nombre y sus apellidos aparecían en negrita y a su agresor solo le citaban con sus iniciales. “Con el tiempo, que su nombre apareciera fue para mí parte de la terapia, porque dejaba de estar refugiado tras unas letras. Me sentí resarcido”.

Su victimario era José María Pita da Veiga, misionero claretiano fallecido en 2009 sin asumir culpabilidad alguna, un sacerdote querido y apreciado en el centro y hermano del ministro de Marina de Franco. “Yo era una pulguita”, dice hoy sobre su adolescencia vejada en una familia de clase media alta y con otros siete hermanos. Denunció ocho años después de dejar el colegio, pero no recibió respuesta. En 1995, decidió lanzarse a denunciar ante la justicia, pero el delito había prescrito.

Exposición mediática

Hoy mira al horizonte en pleno proceso de sanación: “Mi vida es otra desde que he sido capaz de contarlo y han venido a pedirme perdón”. Fernando sostiene que la exposición mediática de estas semanas no le ha superado. Pero sí le desestabiliza. Inevitable cuando uno decide ponerse ante una cámara.

“Cuando la gente te dice qué valiente eres por compartir tu historia, piensas que estás haciendo algo equivocado o que conllevará algún tipo de represalias. Pero, a estas alturas, me importa poco, porque sé que el bien que puedo hacer es más importante que los peajes. Si me dijeran que puedo garantizar que lo que yo he sufrido no le pasaría nunca más a nadie, me volcaría completamente como estoy haciéndolo ahora”.

No ha llegado a recibir mensajes vejatorios en sus redes, como el escritor Alejandro Palomas, pero no es ingenuo y se imagina lo que unos y otros pueden pensar al otro lado de la pantalla y del papel. “Vale la pena”, sentencia. Tampoco percibe que el Gobierno le esté utilizando a él y a las demás víctimas como arma arrojadiza contra la Iglesia, a expensas de la futurible comisión de investigación en manos del Defensor del Pueblo.

No rebajar las responsabilidades clericales

“Cuando aparece con sensibilidad de recoger esta opinión y transformarla en ayuda y lucha, Dios me libre a mí de entrar en valoraciones que sean desprestigiantes. El bien que se hace es más importante que cualquier intencionalidad que pudiera haber y que ignoro”. Sí dispara, en cambio, contra aquellos políticos que han intentado rebajar las responsabilidades clericales: “Son reacciones que no defienden valores morales, sino que buscan dar respuesta a sus clientes en las urnas”.

De la misma manera, se muestra indignado con las penas de cárcel a los depredadores, aun cuando la Ley de Protección de la Infancia ha ampliado el tiempo de prescripción y ha endurecido los castigos: “Reducir la condena de abusos de once años a dos equivale a la sentencia por robar una bolsa de patatas. Al final, ni entran en prisión”.

En algún momento de la conversación se aceleran sus palabras, aunque sin llegar a atropellarse. Su tono se endurece. Especialmente cuando pide rendición de cuentas a algunas mitras. No a todas. Ha dejado a un lado esa división de religiosos buenos, obispos malos. Matiza y es consciente de que hay pastores que se están arremangando para aplicar la ‘tolerancia cero’ de Francisco.

¿Iglesia perseguida?

Pero lamenta que no dejen escuchar su voz frente a otros que sí airean sus opiniones, que califica de ‘negacionistas’: “No me cabe en la cabeza cómo pueden hablar de una Iglesia perseguida en un Estado democrático como este o de intentar minimizar el problema dejando caer que eso pasa en otros sitios y que los casos no son significativos en medio de lo que sucede en el resto de la sociedad”. No se contiene. Ni quiere ni puede: “Habría que ponerles delante de un padre de un niño abusado y que se lo dijeran a la cara”.

Tampoco le vale “la información cruzada”, decir “cuánto se ayuda para tapar estas atrocidades”: “No mezclemos la entrega por los desfavorecidos para aligerar las otras atrocidades. Separemos lo uno de lo otro. Entre otras cosas, porque eres un estamento de la sociedad en el que se confía. Recibes niños para educarles, para hacerles crecer, para educarles en el amor, no para resolver tus carencias sexuales como si fueran un objeto”.

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