JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | ¿Existen verdaderamente los intelectuales hoy o también ellos están en crisis? ¿Existen como tradicionalmente los habíamos definido? ¿Acaso han desertado, ante la impotencia de ejercer la función que históricamente se les había reservado? ¿Qué alternativas dan a la crisis desde el punto de vista espiritual o social? [¿Dónde están los intelectuales en este tiempo de crisis? – extracto]
Llueve. Desempleo, resignación, miedo. Los nubarrones de la crisis. Un mundo que se remueve, tiembla y se transforma. Aún no sabemos en qué. En medio del temporal surge la necesidad de escuchar a un Gregorio Marañón, a un Miguel de Unamuno. Aunque, quizás, nos contentaríamos con bastante menos, en busca de aquello que una vez fue la aportación del intelectual contemporáneo: herramientas para pensar, invitación a reflexionar, necesidad de actuar.
Las preguntas son: ¿qué papel juegan hoy los intelectuales en España? ¿Cómo analizan la crisis? ¿Qué proponen? Pero, realmente: ¿hay intelectuales en España?
“Existen intelectuales de referencia pero no tienen la relevancia pública ni mediática de otros tiempos. Yo no hablaría de la muerte de los intelectuales, pero sí de su invisibilidad en los ámbitos donde verdaderamente se toman decisiones fundamentales para la comunidad humana”, explica el filósofo –y católico– Francesc Torralba. Quizás no les oímos porque, en los medios, en la industria editorial, en la ventana digital hay demasiado ruido.
Pero están: “Existe un minúsculo grupo de intelectuales con voluntad de hacer llegar su discurso en el ágora mediática –añade–, pero una gran parte se precintan en el cerco de la vida universitaria o académica, ya sea por temor, ya sea por inseguridad. Por ello, existe un vacío terrible que llenan otras figuras de la vida social, no precisamente sobresalientes en su actividad intelectual. Los intelectuales ya no militan estrictamente en un denominado ismo filosófico, como podía ser el marxismo, el estructuralismo, el existencialismo o el personalismo. Emerge un intelectual francotirador, que pertenece a distintas identidades y que forja un pensamiento propio que, por lo general, no puede subsumirse en un sistema”.
Especialista en ideas generales
Como Torralba, Javier Gomá (Bilbao, 1965) es otro pensador que deberíamos tomar de cabecera: “Me siento un intelectual. Entiendo por intelectual aquello que Eugenio D’Ors decía de sí mismo: ‘Un especialista en ideas generales’. Ha de ser primero un especialista, alguien que ha investigado a fondo algún asunto o alguna disciplina; pero, para que además de investigador o especialista, sea también intelectual, ha de añadir a eso un segundo requisito: ser capaz de dirigirse a un público amplio por medio de un discurso de ideas generales. En cuanto a ser o no ‘de referencia’, si alguien lo piensa así de mí, solo me cumple decir: ‘Favor que usted me hace’”.
El nombre de Javier Gomá, filósofo y director de la Fundación Juan March, ha ido saliendo en varias conversaciones sobre el “pensar en España” hoy en día. “Los intelectuales, sobre todo en una crisis –contesta–, deberían ser capaces de mirar a largo plazo, señalar ideales, llamar a la responsabilidad, favorecer el consenso, propiciar la convivencia, practicar la moderación. A mí me parece que hoy muchos de ellos, en lugar de ejercer esa función, se están sumando al coro tenebroso de los catastrofistas. Sus discursos apocalípticos podrían tener algo de profecía autocumplida: pronostican todos los males y precisamente ese pronóstico hace que los males sean más probables que antes. Algunos políticos (siempre tan denostados) y algunas instituciones públicas y privadas están demostrando estar más a la altura de los tiempos que ellos. Y si alguien considera que un intelectual ha de ser transformador, a eso contesto con aquello de que a veces ‘el sentido común es revolucionario’”.
¿Escritor o artista?
Gomá pone el dedo en la llaga: ¿quién es intelectual? La periodista Elena Hevia, pensando en aquellos franceses que atravesaron el siglo XX –“el gran siglo de los intelectuales”–, como Malraux, Sartre, Camus o Foucault, hace una definición: “Ser artista o escritor no presupone ser intelectual, para eso hay que ponerse a pensar el mundo y, lo más importante, lograr que tu pensamiento se convierta en un canon, que tenga un determinado peso sobre los temas políticos y la sociedad”.
Hevia recurre al politólogo y economista francés Alain Minc (París, 1949), autor de Una historia política de los intelectuales (Duomo), para citar el origen de su definición: el “caso Dreyfus”, con Émile Zola y su famoso Yo acuso, en donde el adjetivo calificativo “intelectual” se convierte en profesión, en deber, en sinónimo de compromiso con el ser y el estar en el mundo.
En concreto, a partir del Manifiesto que seguirá al célebre artículo de Zola: “Los abajo firmantes pertenecen al mundo de las artes, de las ciencias y de las letras, y felicitan a Émile Zola por la noble actitud militante que ha adoptado en este tenebroso caso Dreyfus”.
¿Dónde están, quiénes son, los “abajo firmantes” de hoy? El editor del Grup62, Manuel Fernández Cuesta (Madrid, 1963), responde: “Es difícil hacer una valoración precisa de una casta profesional en vías de desaparición. En todo caso, parece que los llamados intelectuales, aquellos que actuaban y reflexionaban de forma crítica, se han convertido, hoy, en cortesanos sin monarca: voceros del poder y de las empresas. Durante esta crisis, los llamados intelectuales se han limitado a sus conocidos exabruptos, a llevarse las manos a la cabeza, a pronunciar afirmaciones categóricas sin fundamento y a demás muestras de descontento o aprobación. Al perderse la conciencia crítica, heredera de la centralidad del mundo del trabajo; al perderse el sentido de la Historia, la sociedad actual ha perdido toda referencia. Navegamos sin rumbo, surfeando la vida, a merced de demasiadas corrientes de opinión que van moldeando nuestra existencia. Los intelectuales, de existir todavía, se comportan como los demás. Es decir, de forma sorprendente: firman manifiestos, teorizan en las fundaciones, hacen publicidad o corren una media maratón urbana”.
Mario Vargas Llosa, en su reciente libro La civilización del espectáculo (Alfaguara), afirma que “los intelectuales nos extinguimos”. Más allá de su argumentario –una relectura de lo que Guy Debord detectó, conceptualizó y analizó al detalle en 1967 con La sociedad del espectáculo–, afirma: “En nuestros días, el intelectual se ha esfumado de los debates públicos, por lo menos de los que importan. Es verdad que algunos de ellos todavía firman manifiestos, envían cartas a los diarios y se enzarzan en polémicas, pero nada de ello tiene seria repercusión en la marcha de la sociedad, cuyos asuntos económicos, institucionales e incluso culturales se deciden por el poder político y administrativo y los llamados poderes fácticos, entre los cuales los intelectuales solo brillan por su ausencia”.
Y añade el escritor de origen peruano: “Conscientes de la desairada situación a que han sido reducidos por la sociedad en la que viven, la mayoría de los intelectuales han optado por la discreción o la abstención en el debate público. Confinados en su disciplina o quehacer particular, dan la espalda a lo que hace medio siglo se llamaba el ‘compromiso’ cívico o moral del escritor y el pensador con la sociedad. Es verdad que hay algunas excepciones, pero, entre ellas, las que suelen contar –porque llegan a los medios– son las encaminadas más a la autopromoción y el exhibicionismo que a la defensa de un principio o un valor”.
“Escondidos”
Una visión coincidente la expresa, por ejemplo, Fernández Cuesta: “Por desgracia, los intelectuales españoles, si quedan, deben estar escondidos en cátedras o despachos, haciendo editoriales (sin firma), libros intrascendentes o refugiados en sus palacios de invierno laborales. En realidad, los referentes morales de la sociedad –pues ese era uno de sus roles– son ahora cocineros, arquitectos, periodistas, tertulianos y gurús de la autoayuda disfrazados de expertos. Hemos pasado del intelectual al experto, y del experto al ‘enterado’, que es como pasar, grosso modo, de la Enciclopedia a Internet, de una carta de amor a un ‘poetuit’ o de conducir a ‘¿te gusta conducir?’”.
De ahí que el poeta, novelista y ensayista Valentí Puig (Palma de Mallorca, 1949) defienda una nueva definición acorde con los nuevos tiempos: “Más allá de que estemos ante una redefinición todavía incompleta del intelectual, me temo que no hay una respuesta perfilada. Hay algunos análisis individuales de calidad, pero el panorama parece seguir lastrado por las consecuencias de la postmodernidad, equivalentes al sin sentido y a lo frívolo, al relativismo de todo a un euro. Llamémosle, en general, una derrota del espíritu o inconsistencia moral”.
Puig señala, en concreto, cómo “el narcisismo había contribuido mucho al eclipse de la noción del bien común, tan necesaria en estos momentos. No pocos intelectuales parecían preferir la fragmentación a lo cohesivo. Eso no ayuda a diagnosticar, y mucho menos a proponer soluciones constructivas para ir saliendo de una crisis que, en parte por estos factores, ya es bastante más que un trance económico”.
En este sentido, el novelista y académico Álvaro Pombo (Santander, 1930) afirma tajante: “Ya no tenemos intelectuales como Ortega y Gasset”. Es oportuno citar al autor de El temblor del héroe (Premio Nadal 2012, Destino), obsesionado como está últimamente con un personaje recurrente en sus novelas: “El intelectual paralizado”. Aunque matiza que él podría citar a “tres de los buenos”. Y lo hace: José Luis Villacañas, Jesús Pardo y José Antonio Marina.
Su visión es que “esta crisis es contraespiritual, impera la filosofía de la salvación personal del alma a la de la ciudad, tan lejos del ‘si no salvo mi circunstancia no me salvo yo”. ¿Solución? “No se puede aceptar todo como está; hay que salir a la calle y denunciarlo, pero tampoco dejar ahí el discurso; hay que remover, por eso fui a Unión, Progreso y Democracia; y por Fernando Savater”, el pensador, por cierto, mediático por excelencia en la España de hoy.
El análisis de Pombo coincide, en buena parte, con el que hace el sacerdote e historiador Fernando García de Cortázar (Bilbao, 1942): “Lo peor de esta crisis económica es que se basa en una gran crisis de valores, una falta de principios morales y éticos y un gran cansancio cultural. La causa de esta crisis es la falta de escrúpulos morales y la embriaguez del despilfarro. La consecuencia fue que la reflexión intelectual se sustituyó por la dormidera televisiva y la búsqueda frenética del placer inmediato por la serena felicidad”.
Crisis de maduración
Aún sigue siendo válida, sin embargo, aquella frase de Umberto Eco en El oficio de pensar: “No ofrezco la verdad, sino muestro el camino para encontrarla”. Ni Gomá, ni Puig, ni Torralba, ni Fernández Cuesta eluden analizar la crisis y el futuro inmediato.
Responde primero Gomá: “Esta acabará siendo una crisis de crecimiento y de maduración –sostiene–. España accedió a las libertades en 1975 y, como no podía ser de otra manera, nos embriagamos de ella. Esa ebriedad de libertad sin previo aprendizaje de uso fue la movida madrileña, una combinación única de liberación, creatividad y vulgaridad. Luego llegaron los fondos estructurales de Europa y eso nos hizo liberados y ricos, pero con una riqueza prestada, postiza. Ahora, como un adolescente que se ha divertido unos años, llega el choque con el principio de realidad. Ahora bien, la realidad es buena, incluso más interesante que esas ensoñaciones adolescentes. La crisis está produciendo muchísimo dolor en millones de personas y esto es una gran desgracia. Solo si se cambia de perspectiva se entiende lo que quiero decir, que es esto: en una visión general, las siguientes generaciones serán más maduras, más formadas, más competitivas, más cosmopolitas, más emprendedoras que antes”.
La reflexión de Gomá no elude dos conceptos fundamentales para la madurez social: la “ejemplaridad pública” y la reforma de la “vida privada”, que encierran dentro de sí un enorme calado moral.
“Si ha tenido tanta recepción el concepto de ejemplaridad pública –explica–, es por dos motivos. El ciudadano ha comprendido que el Estado de Derecho moderno no es suficiente. No basta para que haya una sociedad armónica con que los políticos cumplan las leyes. Se requiere un plus de responsabilidad moral. Al ciudadano y al político se les exige un plus que va más allá de las leyes. En segundo lugar, hay un principio moderno que ha estructurado a las democracias contemporáneas, que es la distinción entre vida pública y privada, que no es controlable porque está confiada al arbitrio de la persona”.
Por eso propone “reformar la vida privada”, lo cual lo define así: “Del derecho de cada cual a disfrutar de su vida sin coacciones se ha inferido que cualquier ejercicio efectivo de ese derecho vale éticamente lo mismo. Se ha construido una gran casa para la vida privada entre cuyos sagrados muros todo está permitido. Sin embargo, la libertad es el presupuesto de la ética, pero no la ética misma…”.
En cierto modo, Francesc Torralba apunta también a una “transformación” moral como principio para actuar frente a la crisis, aunque en otros campos: “Las transformaciones que debe hacer este país para cambiar son de carácter sustantivo y no meramente accidental. Estas transformaciones no dependen únicamente del color político que rija los ministerios. Depende de un profundo cambio de valores. Necesitamos recuperar algunos valores extraordinariamente valiosos, como la cultura del esfuerzo, la austeridad, la sobriedad, el valor de la emprendedoria social, el sentido de la ayuda mutua, un respeto activo hacia la naturaleza y superar el victimismo que nos invade y, también, la moral de derrota y un cierto complejo de inferioridad de carácter crónico que arrastramos desde hace siglos y que los mismos ilustrados españoles ya detectaron y denunciaron”.
Tiene mucho que ver con lo que responde Fernández Cuesta: “Nuestro destino como país es curioso; cómico y trágico a la vez. Ahí está nuestra historia. Somos, si me permite la expresión, la ‘anomalía europea’: un estado en construcción que lleva arrastrando lastres históricos (carencia de revolución industrial, golpes de estado, ausencia de tejido social, etc.) desde la artificiosa unidad nacional de los Reyes Católicos. Ignoro las soluciones. Digamos que intento, por ahora, detectar los problemas”.
Y los enumera: “Uno de estos males que nos aquejan, por fijar un punto, se encuentra en la educación. Es imposible articular una sociedad adulta, responsable y soberana sin una educación básica sólida, sin un bachiller que descubra el mundo e invite al conocimiento de la realidad, del mundo; sin una universidad crítica, investigadora, creativa y no sujeta a la codicia del mercado. Podríamos seguir hablando de economía, justicia, del título VIII de la Constitución, de la influencia del catolicismo en la vida política y social, de la Transición… Pero sería, sospecho, demasiado largo”.
Catolicismo
Al catolicismo apunta como ética y gran compendio de valores y convicciones el propio Valentí Puig: “Siendo cardenal, Benedicto XVI se refería a menudo, y en referencia a Europa, al papel de las minorías creativas. Esa es una necesidad de civilización. En buena medida, haría mucha falta sedimentar opiniones públicas articuladas, dejándolas a salvo del alud de vulgaridad y deshecho mediático. Ciertamente, eso significa que exista una opinión católica con capacidad de respuesta dialéctica, con lenguaje actual, dispuesta a competir con otras opiniones en una sociedad abierta, siendo parte del pluralismo crítico para convencer y sedimentar. Mensaje ético, mensaje social, mensaje espiritual: explicarse, ofrecerse, seducir con rigor”.
Lo afirma porque, como apunta: “A veces las crisis se convierten en oportunidades. Sería un logro de la imaginación intelectual aportar ánimos a una sociedad desfibrada, desnortada, escindida. Concretamente, el pensamiento cristiano fue crucial para pensar Europa. Pudiera volver a serlo para pensar la postcrisis, aunque en España esa suposición parezca ahora mismo algo ilusorio. Antes es imprescindible darse cuenta de que el fatalismo es uno de los frutos negativos de la crisis y hay que contraponerle frontalmente la honda y gran experiencia de la persona humana”.
En el nº 2.801 de Vida Nueva.