Editorial

La periferia de las periferias

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La Iglesia, con otras instituciones, promueve en las fronteras la globalización de la solidaridad

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VIDA NUEVA | Cuando el papa Francisco habla de periferias son muchas las realidades a las que se refiere y a las que invita a toda la Iglesia a salir.

Pero hay una de ellas que es especialmente significativa y que conjuga la periferia física y la existencial, y ante la que la Iglesia viene dando respuestas desde hace mucho tiempo.

Se trata de la cuestión migratoria, que tantas veces hemos abordado desde estas páginas y que ahora volvemos a retomar. Y lo hacemos para analizar la situación de tres de los puntos calientes de las migraciones en el mundo, escenarios habituales de dramas humanos, de muertes, pero también de esperanza y de fraternidad. Lampedusa, Arizona y el Estrecho de Gibraltar: la periferia de las periferias.

Aunque el foco mediático ahora se centre en otros lugares, como si el interés de los medios de comunicación fuera cíclico, la situación en estas tres zonas de importante flujo migratorio sigue siendo dramática para miles de personas y de gran actualidad.

Por ejemplo, muy cerca de Lampedusa perdieron la vida 18 migrantes el pasado 19 de julio, mientras que en la frontera que separa a México de los Estados Unidos se aviva el drama de los menores no acompañados procedentes de Centroamérica y que es ya emergencia humanitaria.

En nuestro país se han reducido los saltos a las vallas de Ceuta y Melilla por el refuerzo del control policial a ambos lados de la frontera –se paseaba estos días el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, comprobando y alabando las bondades de la malla antitrepa–, aunque nos olvidamos de que el drama sigue presente en los Centros de Estancia Temporal de Extranjeros (CETI) o, por señalar algún lugar, en el monte Gurugú, donde tantos migrantes malviven esperando una oportunidad después de un largo viaje.

Se olvida la política y los políticos –y también parte de la sociedad– de que lo que está en juego es la vida de miles de personas que no tienen mayor pretensión que una vida digna. Ni nos invaden, ni vienen a quitarnos nada, como parecen decir sin palabras los muros que construimos, aunque haya representantes públicos que hayan perdido la vergüenza y sean capaces de verbalizarlo.

En cualquier caso, parece evidente –y se ha puesto de manifiesto en Lampedusa, Arizona y España– que la intensificación de las medidas de control no van a parar el sueño de una vida mejor; lo único que podrán hacer es que los migrantes deban arriesgar más para conseguirlo y que muchos pierdan la vida.

Son muchas las preguntas por resolver, cuestiones que afectan a personas con nombre y apellidos, criminalizadas por no tener documentos en regla, y que esperan respuesta.

Hay que reconocer, en este sentido, la labor de tantas instituciones y personas que, a pie de frontera, sirven a los desheredados de la Tierra: funcionarios, voluntarios, ONG… También la propia Iglesia, que está poniendo al servicio de los migrantes numerosos recursos, materiales y personales, para superar esa globalización de la indiferencia y entrar en la globalización de la solidaridad. Y en esta tarea todos tenemos algo que decir.

Depende de nosotros la construcción de una nueva sociedad.

En el nº 2.904 de Vida Nueva
 

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