Tribuna

Procesiones de interior

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No le digo que vaya usted a ponerse la túnica y el capirote. Ni que convierta el cuarto de estar de su casa en un escenario virtual con imágenes de fantasía y efectos especiales de nubes de incienso y olores de cera, con músicas de pasión que llegan desde el radiocasete mientras aparece en el televisor algún remake de la retransmisión de otro año. En fin, toda una decoración de interior para una representación un tanto extraña y distinta.



Pero no. No se trata de una escenificación más o menos piadosa , sino de vivir el misterio de la redención, de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Debido a las circunstancias, sabidas y padecidas por todos, este año no habrá estación de penitencia, ni procesiones, pero no por ello la Semana Santa puede caer en el olvido y falta de celebración, pues es memoria intemporal, vigente y actual del misterio más grande de nuestra fe cristiana.

Podrá hacerse en espacios diferentes, sin asambleas litúrgicas con iglesias repletas de fieles, sin representaciones externas, pero seguiremos a Cristo entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación (Rom 4, 25). Y lo que no verán los ojos lo hará patente la fidelidad del cristiano a su Señor.

Algo más que sorprendente. Entre aquellos primeros mártires cristianos que eran llevados a ser devorados por las fieras, o sufrían los más atroces tormentos, había mayores y niños. Se extrañaban las gentes al ver el heroísmo de estos hombres y mujeres y, particularmente, de la entereza de los pequeños.

No os extrañéis, les decía san Agustín, ante esa asombrosa y admirable conducta de los mártires: estos cristianos, están haciendo por la tarde lo mismo que celebraban esta mañana en el altar ofreciéndose a Cristo que derramaba su sangre para la salvación de todos. Ayer, en el altar y el templo; hoy, en las calles y en la plaza. Ahora, y en todo momento, identificados con Cristo en los sublimes misterios del Triduo Pascual.

Málaga. Semana Santa en confinamiento

Recluidos en nuestra casa por el necesario y obligado confinamiento, nada impide el encuentro con Dios. Al contrario, estos momentos de inquietud han de llevar a una sincera reflexión y examen de la propia conducta cristiana. Nada ni nadie puede confinar al Espíritu del Señor, que libremente se muestra en los distintos caminos de la existencia de la humanidad. Encerrados en el espacio, pero libres en la fe.

Este año sí hay procesiones, pero distintas, personalizadas y unidas a todo el pueblo cristiano. Sin movimientos por las calles, pero bullen por dentro; hay silencio de músicas y redobles, pero se oyen los sones de la Palabra de Dios. Esta Semana Santa será la de las procesiones de interior.

Este año la túnica será diferente. Ha de ser un vestido completamente nuevo: el mismo que llevara Cristo. Habrá que despojarse de los viejos andrajos del orgullo, del egoísmo, de la enemistad, que son obras de tinieblas y revestirse de las armas de la luz (Rom 13, 12). Por lo demás, como dice el apóstol San Pablo, todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio tenedlo en cuenta (Flp 4, 9).

La cruz es la esperanza

Al abrir las puertas del templo, aparecerá la cruz. Caminaremos junto a ella. No es huida sino amor, pues la Pasión de Cristo hace de la cruz yugo suave y carga ligera. El buen discípulo de Cristo lleva la cruz sobre sus hombros y el amor de su Señor en el corazón. La cruz no es muerte, sino esperanza. La penitencia no es dolor, sino arrepentimiento y confianza en el perdón.

Vimos su rostro y tan desfigurado estaba que ni aspecto de hombre tenía. Pero sus heridas nos han curado. Contemplar la Pasión de Cristo es identificarse con el misterio redentor que significa. Su rostro maltratado no deja indiferente al hombre de fe, sino que le lleva a ser testigo del Crucificado en medio del dolor de la humanidad.

Tras la cruz de guía, Cristo, vendrán los distintos tramos de la procesión: nazarenos, penitentes, cofrades, insignias, imágenes, cirios, música…  Todo es devoción y belleza. Dios es la perfección de lo bello. El culto es honor que a Dios se tributa. Nada extraño es que las expresiones sean bellas si a tanta belleza se dedican. Pero es Dios quien justifica, es a Dios a quien se mira. Que si la música es bella, más hermoso es el rostro del Señor a quien el cantor se la dedica.

El valor de la imagen

La imagen es hermosa y lleva a la devoción. Representa lo más sublime que la estética ha podido ofrecer en realizaciones artísticas. El icono, la imagen, puede tener en sí misma unos valores ciertamente apreciables en las formas sensibles que creó la habilidad del artista, del imaginero, del escultor que se ocupó de revestirla de belleza.

Pero la imagen, siendo de tanto aprecio, no es nada más que un camino para acercarse y vivir el misterio que esa misma imagen representa.

Contemplamos la imagen. Mueve a la devoción, a la alabanza y a la súplica. Pero cuanto más miramos, la imagen parece como si fuera desvaneciéndose, como si se fuera eclipsando y dejando paso a la luz inmensa de lo que esa representación artística nos traía en figura. La imagen se ha convertido en una ayuda para nuestra fe.

De la contemplación de algo tan sensible se ha elevado el espíritu al amor de aquello que no se ve. Admirable transfiguración, que hace de lo material un soporte hermoso para que podamos contemplar el misterio que Dios manifestaba en su Hijo Jesucristo. (…)

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