Tribuna

Leer en el seminario a Simone de Beauvoir

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Somos un grupo de seminaristas profundamente interesados en este famoso tema de la mujer. Es más, estamos convencidos de que no es una “cuestión femenina”, sino algo que nos concierne a todos: hombres y mujeres, sacerdotes y laicos. Algunos de nosotros seguimos con interés un seminario universitario sobre el tema de género. Esto nos ha llevado a tener que leer y tratar de comprender a autoras como Judith Butler, consideradas las nuevas herejes por gran parte del mundo católico. Nos ha ayudado a conectar con nuestro tiempo para poder afrontarlo con empatía y juicio crítico a la vez. Otros nos hemos interesado por la figura de Simone de Beauvoir y así de forma espontánea hemos comenzado un grupo de lectura sobre “El segundo sexo”.



Hace unos meses organizamos una conferencia estudiantil sobre la revolución sexual con el deseo de comprender mejor su génesis y sus aportaciones positivas. Otros se han interesado por el tema de la mujer en la Iglesia y han obtenido un Diploma Conjunto de las Universidades Pontificias de Roma llamado Mujeres e Iglesia. Cómo promover la colaboración entre hombres y mujeres en una Iglesia sinodal. Algunos sacerdotes mayores que nosotros han acogido nuestro interés por el asunto con burlas o incluso sospechas.

Creemos que estas iniciativas han llegado para quedarse. Como hombres célibes, estamos convencidos de que no podemos comprendernos plenamente a nosotros mismos sino en relación con el sexo opuesto. Como futuros sacerdotes, no sabremos quiénes seremos sino a través de los laicos. Para nosotros llamada “cuestión femenina” es una cuestión de identidad. No de las mujeres solo, también nuestra.

Hablando de los desafíos del Sínodo sobre la sinodalidad, una religiosa criticó el hecho de que las mujeres aún necesitan la bendición de las autoridades masculinas de la jerarquía patriarcal para tomar decisiones. Y esto se dice “en casa”. Para la cultura secular, la Iglesia es la principal fuente de opresión para las mujeres. Se suelen mencionar a este propósito los llamados “derechos reproductivos” o el control sobre el propio cuerpo, una libertad que no existe en la Iglesia. Muchos dentro y fuera están de acuerdo en que la Iglesia es sexista. La cuestión está abierta respecto a la palabra y el voto de las mujeres en el Sínodo, a la apertura de los ministerios del lectorado y del acólito… Aunque se habla mucho del tema, hay algo que no encaja y prueba de ello es la preocupación de muchas mujeres, y también hombres.

Proclamar la igualdad no es suficiente para que desaparezcan las desigualdades cultural-religiosas. Somos expertos en atrincherarnos en nuestros viejos sistemas de pensamiento, poner excusas e inventar subterfugios. Simone de Beauvoir ya denunció que los cristianos reconocen la igualdad entre hombres y mujeres, pero la relegan al cielo y, en la tierra, siguen actuando como siempre. Afortunadamente, la igualdad teórica se experimenta cada vez más en la práctica. Sin embargo, hay dos actitudes que, en nuestra opinión, comprometen los esfuerzos en este sentido:

  1. reducir la participación femenina a la adjudicación de cargos y
  2. enfrentar a las mujeres contra los hombres.

Son necesarias

Con buena voluntad queremos incluir a las mujeres en tantos puestos de responsabilidad como sea posible. Si este deseo no va acompañado de una apertura real a la contribución real de las mujeres, nos encontraremos ante una operación de imagen o, peor aún, un machismo disimulado. Abrir espacios a las mujeres significa estar dispuestos a que modifiquen el sistema de alguna manera, a que cambien la lógica del equilibrio y a que cuestionen la forma en que siempre se han hecho las cosas. Esperamos que una mayor presencia femenina sea una oportunidad para que la Iglesia cambie verdaderamente, enriqueciéndose con sus talentos particulares.

Ni siquiera creemos que ayude a la igualdad considerar al hombre como un enemigo que vencer, como si éste fuera el mayor obstáculo para la liberación de la mujer. No se trata de organizar una cruzada contra el poder masculino. Esta actitud conflictiva destruye tanto a hombres como a mujeres. Nos destruye, porque estamos hechos para la comunión y para la alianza. La igualdad solo se puede lograr juntos y no en una lucha por la independencia. Una comunidad evangelizadora vibrante no puede existir sin la presencia de las mujeres. Y esto no lo aseguramos con condescendencia, como si se tratara de contentar a las mujeres con migajas, sino porque es la Iglesia la que las necesita y se enriquece cuando ellas realizan plenamente su vocación. Nosotros, jóvenes seminaristas, no podemos entender quiénes somos en la Iglesia sin la ayuda de las mujeres. Las necesitamos en nuestra formación.

Esta propuesta se contempla en la escena de Pentecostés: “Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y María, la madre de Jesús, y con sus hermanos”. El Espíritu no descendió primero sobre algunos y después sobre otros, tampoco cuando cada uno estaba en su casa. Descendió cuando “estaban todos juntos en el mismo lugar”.

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