Tribuna

El sacrilegio de Tecla

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“¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio!”, gritan las mujeres de Antioquía que presencian el martirio de Tecla, discípula de (San) Pablo de Tarso. Es uno de los momentos cruciales de la vida de una santa muy venerada hasta el siglo IV. Toda la información sobre ella proviene de un texto apócrifo de finales del siglo II que cuenta que una joven originaria de Iconio, en Asia Menor, fue convertida por Pablo y dejó a su novio y familia para seguirlo en sus viajes.



Siguiendo al apóstol, fue sentenciada a muerte dos veces, una a la hoguera y otra a las fieras y, sobrevivió milagrosamente. Terminó autobautizándose en el tanque donde se suponía que iban a matarla, y desde entonces predicó el Evangelio en primera persona. Su muerte, ocurrida en la vejez, está envuelta en el misterio. Es una historia rocambolesca que ha despertado sospechas, sorpresas y a veces escándalos. Cuando las mujeres de Antioquía gritan “sacrilegio”, acababa de entrar en su segunda arena, con leones, osos y toros.

La sentencia fue decretada por un tal Alejandro que se cuidó de que se escribiera el motivo en un cartel: “crimen de sacrilegio”. A partir de esta pista, podemos pensar que la razón fue que no quiso renegar de Jesucristo o postrarse ante el emperador romano. La Historia dice que rechazó y avergonzó públicamente a Alejandro, quien había tratado de abrazarla en la calle.

Es culpable de haber rechazado insinuaciones, pero por qué este gesto se asimila a un sacrilegio. Probablemente su abusador era un sumo sacerdote de Siria por lo que desobedecerlo como autoridad religiosa era una vergüenza para la divinidad. Hay una anomalía del orden social establecido para la protección de todos que regulaba las relaciones entre hombres y mujeres. Donde los hombres son los guardianes de las mujeres, una mujer que rechaza a un hombre no lo cuestiona solo a él, sino a todo un sistema de valores y cultura que era casi sagrado.

Es un acto peligroso y sacrílego. Desde las gradas de la arena de Antioquía las mujeres que claman son las únicas que lo intuyen. Tal vez Tecla no es una profana, sino profanada, y su asesinato no es una simple injusticia, sino una verdadera blasfemia contra el carácter sagrado que impera. ¿Qué hay de sagrado en ella que trastoca a la víctima y al culpable?

Tecla y Pablo son extranjeros en Antioquía, por lo que el primer vínculo sagrado que Alejandro ignora es el de la hospitalidad: la forastera no le debe nada, era él quien debía haber sido acogedor. El suyo es un verdadero acoso sexual que se evoca en términos de una profanación, y sugiere una cierta sacralidad del cuerpo femenino. Acostumbrados incluso a santas recientes con historias similares, los cristianos occidentales dan por sentado que Tecla es virgen. Lo es, pero la cuestión va mucho más allá de la pureza moral o la integridad física.

En Asia Menor de los siglos I y II, “virgen” significaba “soltera”, una condición más allá de todos los esquemas previstos. Tecla rechazó un matrimonio concertado para seguir a Pablo y se unió a sus viajes a pesar de las consecuentes habladurías. En ella, la virginidad y la audacia van de la mano. No es de extrañar cuando, acosada por Alejandro entre la gente, ella grita, le arranca el manto y le quita la corona. Alejandro está molesto ya que, como exigían las formas de la época, ya le había pedido permiso a Pablo para llevársela y este le había respondido “no la conozco, no es mía”.

Una joven libre

Pensó entonces que tenía vía libre. Pero la frase “no es mía”, desde la fe, dice mucho más: Tecla no es “suya” (de Pablo) porque pertenece a Cristo y él no puede sino reconocer su plena dignidad, autonomía y fuerza. Esta joven actúa impulsada por la libertad que el Señor le ha dado y aquí está el fuego de su santidad. Alejandro lo había entendido bien: Tecla era libre. Tan libre que incluso contravenía las convenciones sociales.

La vida de Tecla transcurre a través de escándalos, decisiones valientes y riesgos. Si hay algo que se debe mantener como sagrado en Tecla, si hay algo que se debe proteger de toda violencia, no es la debilidad física o un cuerpo inmaculado, sino el estatus de libertad que para las comunidades cristianas es siempre un regalo del Espíritu y signo de la dignidad de los seres humanos, mujeres y hombres. “¡Sacrilegio!, ¡sacrilegio!”, hemos de gritar cuando la libertad se ve amenazada y frustrada.

*Artículo original publicado en el número de noviembre de 2021 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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