Tribuna

El grito de Dios: todos hermanos

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La misión fuera de la cultura en la que crecí me hizo descubrir qué es sentirse extranjera y esto propició un nuevo camino en mi interior hacia la búsqueda de la fraternidad. Pasé mi formación aprendiendo de forma teórica y práctica la importancia de la fraternidad en la Vida Consagrada, no solo para vivir en comunidad sino también para la misión. Tras mi profesión perpetua, Dios me ha llevado a vivir mi vocación en tierras distintas a la que nací y en culturas diferentes. Fue ahí donde cobró significado una palabra que ya existía en mi vocabulario: extranjero.



Al salir a la misión, mis ojos primero se fijaron en que todos eran extranjeros, la gente con la que trabajaba, mis hermanas de comunidad. Todos eran distintos a lo que conocía y todos los canales de comunicación externos que había aprendido y me habían ayudado anteriormente a comenzar, paso a paso, caminos hacia la fraternidad, ahora no me funcionaban. Lo externo (costumbres, ritos, idioma, físico, expresiones…) no me unía a nadie. Ellos eran los extranjeros, los distintos a lo mío.

Permanecer en la misión y no abandonar me llevó a dar un paso más; mis ojos dejaron de ver a los demás como extranjeros, ya que reconocí que lo era yo. Me sentía extranjera, no hermana. Y esa soledad que conlleva el ser extranjero me llevó a mirar dentro de mí de una forma diferente. Fue en mi interior donde aprendí un camino nuevo para la fraternidad, un camino de “dentro hacia afuera”.

Comencé un proceso de intentar mirar a los otros de dentro a fuera, aprender a buscar nuevos puentes para acercarme a lo que me une a los demás y no aquellas diferencias culturales, costumbres que me separan; y desde aquello que me une y me hace hermana, compartir las diferencias. No es un camino fácil, ya que supone salir de lo conocido, salir de mi zona de confort, de ser sincera conmigo misma, de aprender a mirar desde Dios, de aceptar a veces que el que tengo delante está en su propio momento del proceso. Pero, sin embargo, cada paso que consigo me hace la vida más fácil.

He ido descubriendo que puedo haber vivido físicamente 14 años fuera de la tierra en que nací y, sin embargo, interiormente no haber salido nunca de ella. Y eso me hizo ver que puedo estar toda una vida en comunidad físicamente y nunca haber salido de mí misma al encuentro del otro, solo haber compartido “espacios”. No creo que la fraternidad comience en la acogida del otro, intuyo que empieza al entrar en mí para hacer consciente el proceso de salida al hermano.

En camino

Vivir en un mismo espacio y no hacer un proceso consciente de buscar la fraternidad (ese ser todos hermanos, hijos de un mismo Dios, que tanto proclamamos con nuestras palabras) nos puede llevar solo a abrir heridas, y esto queda patente en muchas de las noticias sobre migración que vemos cada día. Intuyo que este es un camino que comienza de forma personal, y es una preciosa llamada a cada consagrado a ser parábola de fraternidad en su pequeña realidad para así poder ser comunidades parábolas de fraternidad para nuestros barrios, pueblos, ciudades, países, el mundo.

La vida de misión en otras culturas me enseñó que lo contrario de fraternidad es mirar a los otros como extranjeros. El hermano es parte de nosotros, el extranjero no es de los nuestros. En mi comunidad vivimos ocho hermanas de tres continentes, siete países distintos. La misión de que ninguna nos miremos como extranjeras me parece un reto y un “Grito de Dios” a trabajar por bien de la construcción del Reino hoy.

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