Se necesita el esfuerzo de todos y especialmente del testimonio de los creyentes
EDITORIAL VIDA NUEVA | El papa Francisco se dispone a emprender el segundo viaje internacional de su pontificado, tras el que realizara a Brasil en julio del pasado año para participar en la Jornada Mundial de la Juventud de Río de Janeiro.
Su nuevo destino: Tierra Santa, la patria de Jesús de Nazaret. Y el motivo oficial de esta visita de tres días (24-26 de mayo): conmemorar el 50º aniversario del encuentro en Jerusalén entre Pablo VI y el patriarca Atenágoras (5 de enero de 1964), del histórico abrazo ecuménico entre Roma y Constantinopla.
Sin embargo, más allá de datos y del significado que a todos los niveles –no solo eclesial, sino también geoestratégico– adquiere hoy su presencia en aquella región del planeta, conviene recordar cómo se refirió a ella el propio Bergoglio cuando, otro 5 de enero (el de este año, y después del rezo del Angelus dominical), anunció su próximo viaje: una “peregrinación de oración” es lo que Francisco llevará a cabo por Amán (Jordania), Belén y Jerusalén. Y, como ya hiciera recién elegido para ocupar la sede de Pedro, volvió a pedir a los presentes que rezasen por él.
Bien sabe el Pontífice que toda ayuda es poca para devolver la esperanza a los castigados pueblos de esta parte del mundo, que la paz y la unidad –a menudo, tan caras entre las comunidades locales– necesitan del esfuerzo de todos, pero también, muy especialmente, del testimonio de los creyentes.
Este es el mensaje que, a buen seguro, va a llevar el Papa argentino a Tierra Santa: paz entre vecinos separados por un muro ignominioso, como quizá le confíen los refugiados con los que se encontrará el sábado 24 cerca del río Jordán; y unidad para los cristianos, cuyas fracturas son ciertamente visibles en la Basílica del Santo Sepulcro, donde al día siguiente asistirá, junto al patriarca Bartolomé I, a una celebración ecuménica en memoria de aquella reunión, en ese mismo escenario, de Atenágoras y Montini hace ya medio siglo.
Como ya hicieran también sus predecesores, Francisco aprovechará su estancia en la Ciudad Santa para encontrarse con representantes de las otras grandes religiones monoteístas: el gran muftí de Jerusalén y los dos grandes rabinos de Israel.
No solo eso. Le acompañarán en el viaje dos buenos amigos argentinos: el musulmán Omar Abboud y el rabino Abraham Skorka, lo cual da fe de que su preocupación por el diálogo interreligioso viene de lejos.
También su relación con la numerosa comunidad judía de su país. Por eso, nadie como él para seguir la senda de hermanamiento y colaboración que abrió Juan Pablo II, con su petición de perdón, durante el Jubileo del 2000, y que Benedicto XVI certificó con ocasión de su visita a los Santos Lugares en 2009.
Aunque si hay un momento esperado en este viaje, por su simbolismo y su capacidad para aunar todos esos deseos y el sentir del papa Francisco, no es otro que el de su paso por Belén. La Eucaristía que celebre en la Plaza del Pesebre, el domingo 25, está llamada a ser la confirmación de esa vuelta de la Iglesia a los orígenes que viene reclamando desde el inicio de su pontificado. Solo volviendo la mirada a aquel Niño, Tierra Santa encontrará la paz y sus Iglesias la unidad.
EN el nº 2.895 de Vida Nueva
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