… Y lo nuestro es pasar


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Paseo por los pinares del monasterio mercedario de Santa María del Olivar, en Estercuel, provincia de Teruel. Suelo venir a descansar a este lugar, como tantas personas y familias enteras con sus niños. Los paseos al atardecer, entre senderos, me muestran los estratos de areniscas y sílices, y entre ellos, como los colores de una bandera horizontal, zonas de carbón y cenizas que en otro tiempo fueron grandes bosques milenarios abrasados por el fuego. Guarda el monasterio unos buenos ejemplares de xilópalos de secuoya, árboles fosilizados, de unos 115 millones de años. Aquí escribió Tirso de Molina, también mercedario, su obra de ‘Los amantes de Teruel’, entre otras.

Los estratos, que son memoria de los grandes incendios de bosques calcinados del terciario y del cuaternario, me trasportaron al centro de París y a las llamas que consumían su catedral, la bella y casi decimonónica Notre Dame. He celebrado en ella tres veces la Misa Crismal, con el clero de París, presididas por el cardenal Lustiger, y muchas tardes, a las seis en punto, sentado en un lateral, frente al rosetón de Cristo, disfrutaba de la Misa vespertina, que con tan buen hacer celebraba normalmente, en aquellos años, un sacerdote de origen africano.

Mucho se ha escrito estos días sobre la gran dama parisina, y como las gárgolas, del siglo XIX, que se asoman al vacío, hemos vomitado todo tipo de juicios y apreciaciones, sobre todo de algunos católicos bien pensantes que se creen guardianes de las esencias de nuestra fe.

¿Por qué los no católicos no van a sentir tan gran pérdida? ¿No sufrimos todos cuando dinamitaron los budas de Bamiyán en Afganistán y no somos budistas? ¿No sentimos todos, la desaparición del Liceo de Barcelona y no éramos melómanos? ¿Por qué quieren limitar los sentimientos de las personas a una creencia o ideología?

También algún columnista, que se piensa cherstestoniano, criticaba “la manada de turistas que había convertido la catedral en parque temático… la profanación extrema del lugar santo”, para al final criticar “la mesa vaticanosegundista aplastada por los escombros”, como si Dios hubiera permitido acabar con tanto desmán.

La verdad que tanta visceralidad me genera compasión, por todos los que creen en los lugares sagrados como espacios de verdad eterna, cuando son un continente de la comunidad que celebra y es cada persona la que verdaderamente es templo del mismo Dios, y a la persona sí que la tenemos que restaurar continuamente. Lo demás es decorado efímero que expresa la sensibilidad artística del tiempo en que vivimos. Y de esto saben las catedrales, macedonia de todos los estilos y movimientos culturales. A Dios no le podemos encerrar en cuatro paredes.

Se tiró la basílica constantiniana del Vaticano en 1506 y se destruirá la actual de Bramante, Miguel Ángel y Bernini, ya sea por guerras, revoluciones, terremotos o el paso del tiempo. Y ojalá, mientras tanto, sea visitada –igual que todas las iglesias– por turistas que puedan contemplar, aunque no lo sepan, lo que ha construido la fe de un pueblo y como a lo largo de los siglos ha sabido actualizar y hacer entendible su fe, sin quedarse anclado en los decorados de antaño. Todo pasará y nada quedará, solo el amor. ¡Ánimo y adelante!