Rixio Portillo
Profesor e investigador de la Universidad de Monterrey

¿Qué tan democráticos son nuestros gobiernos?


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En el siglo XXI seguimos teniendo lecciones pendientes por aprender. La pérdida o ausencia de democracia, en varios países de Latinoamérica, es muestra de que la pretensión autoritaria sigue estando presente.



Por ello, la necesidad de sembrar en la conciencia de los pueblos, de la gente sencilla, de los círculos académicos, y los grupos empresariales, el concepto de democracia y todo lo que deriva de ella, para evitar la proliferación de dictaduras.

Aunque suene elemental, la democracia no es solo votar, ni siquiera solo elegir, sino que es un concepto más complejo, en el que no solo se impone la mayoría. Ser más o ser menos no justifica intenciones, ni legitima acciones. En nombre de la mayoría también puede hacerse mal.

¿Y si no son gobierno?

Una forma de medir qué tan democráticos son los gobiernos — al menos los que dicen serlo— es plantear la posibilidad de que no estén en el poder. Es decir, no verse siempre como gobierno.

Un gobierno, y con ello un gobernante, que no reconozca otra forma de ser útil a la sociedad, sino a través del poder, es un indicio de que usa la política para ‘servirSe’ y no para servir.

La alternancia, alternabilidad, o simplemente la alternativa de no ser gobierno, ni estar en él, es una idea que necesariamente debería cultivarse, ya que en el plano de las funciones sociales, todos somos prescindibles, y otros podrán hacerlo mejor.

El siguiente paso, consecuencia de la alternativa, es la posibilidad de que un gobierno se vea como oposición, es decir, verse como minoría y asumir que la conquista del voto es un trabajo de todos los días, y que el fin último no es per se una contienda electoral, sino un auténtico servicio público. Frase manoseada y devaluada, más que cualquier moneda.

El deber de servir y no el derecho al poder

Sin estas dos condiciones (alternabilidad y verse como oposición) no están en el horizonte de cualquier gobierno, seguramente se aventurará a pretender imponer, a la fuerza o sin ella, su derecho absolutista y prepotente de permanecer en el poder.

Ya el simple hecho de no querer entregar el poder es una forma de no comprender el sentido real del mismo, el cual, debería ser para servir y hacer el mejor, y el mayor bien posible.

La Doctrina Social de la Iglesia, poco citada y referida (la mayoría de las veces), habla de la política como la expresión más alta de la caridad, es decir, la forma más alta de la amistad social, del amor y la fraternidad, en términos del papa Francisco.

Pero si solo se quiere gobernar para segregar, dividir, y eternizarse en el poder, flaco favor se le está haciendo a la política. Un país polarizado hace política con p minúscula, y en el fondo es un país pobre, con pobres políticos.

Pero el riesgo no solo está en el gobierno. Es tan peligroso la pretensión de aferrarse por siempre al poder, como la vocación perpetua de querer ser siempre oposición. Ambos extremos son un peligro.

El dictador se acostumbrará a mandar, y la pseudo oposición a criticar y oponerse a todo, sin construir nada, lo que lo convierte en parte del problema y no de la solución.

De allí que valdría preguntarse: ¿qué tan democrático son nuestros gobiernos? y ¿qué tan democrática es su oposición?


Por Rixio G Portillo R. Profesor e investigador de la Universidad de Monterrey.