José Luis Pinilla
Migraciones. Fundación San Juan del Castillo. Grupos Loyola

Lavar los pies de los despojados del mundo


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Habíamos terminado de celebrar el lavatorio de los pies. Uno de los participantes era un migrante quien descalzando sus pies –y su vida– se había ofrecido como voluntario para ese gesto en el Jueves Santo. Pregunté sobre sus porqués. Su historia era dramática. Estaba cansado de luchar. Me venía a decir lo que yo mismo repliqué comentando su gesto, con palabras de Valentín Arteaga aplicadas a los caminantes, cuando Jesús –y el papa Francisco lo ha hecho muchas veces– se agacha y lava los pies:

 “Lavar los pies, para dar descanso y alivio tras la fatiga del camino. Mostrarle al otro que es merecedor de una dignidad profunda, sea cual sea su situación. Invertir los rangos y categorías. Acariciar los cansancios. Despojarse uno de pompas y honras, de títulos y méritos, para vestirse la toalla de quien está dispuesto a cuidar del otro”.



Sigo desgranando recuerdos y emociones. Por ejemplo, cuando pregunté a un joven de una parroquia por qué iba en Semana Santa llevando un paso, el del Despojado, como costalero en la sombra. Me dijo que durante el recorrido de esa procesión agarrado a los hombros de otros cofrades que soportan la misma carga da tiempo, mucho tiempo, para pensar (¡y a algunos para rezar!) en lo que “cargas”, a quien llevas encima…

Llevar al despojado

Y pensaba que yo también hace tiempo llevé sobre mi hombro a un joven emigrante despojado. Herido seriamente, tras caer –y ser golpeado– de la valla que separa Nador de Melilla. Fue un viaje a las entrañas de la emigración cuando encaminábamos nuestros pasos –y el corazón– hacia Nador, parte marroquí de la frontera con Melilla. A primera hora de la mañana nos habían preparado una entrevista con la gente de Migraciones. No la tuvimos. ¡Había un nuevo intento de muchos subsaharianos de pasar por encima de la valla! Salimos corriendo metiendo en la furgoneta un montón de medicinas, unos plásticos y algo de comida para recoger heridos del hospital antes de que se llevaran a los que intentaban saltar la valla, detenidos a Rabat o arrojados al desierto. Quizás hacia el monte Gurugú, su escondite y su defensa, de donde saltaron al alba –¡sí, al amanecer!– corriendo en busca de su sueño

En aquella ocasión 200 lo intentaron. Ninguno lo consiguió. Estuvimos animando, consolando, y procurando todo tipo de ayudas. Aquello era como los pasos de una procesión de Semana Santa; heridos, con la ropa y la piel rasgada, como los más despojados y descartados del mundo.

Minutos antes aquellos migrantes habían sido golpeados por la soldadesca a imagen de los azotes de Cristo atado a la columna. Me decían: “Era como el pasaje del samaritano: Nos encontramos a gente al borde del camino, apaleada, descartada.. Los echamos sobre los hombros…”

Pensaba en esos jóvenes subsaharianos, maltratados, malheridos, machacados… Despojados. Y pensaba por qué no hay más solidaridad. La más gratuita. La de luchar por los derechos de los otros. No de los propios. Sin esperar nada a cambio. Ni siquiera una foto de voluntario.

Esperando la resurrección

Yo mientras tanto me quedé con Sahif. Casi murió a palos. Con sus lamentos ante una vértebra rota que le impedía moverse. Le salvó que sabía unas palabras en árabe que ni yo mismo sé cómo se escriben pero que traducidas más o menos vienen a decir: “Dejadme, que me estáis matando”. Ahora camina apoyado en un andador según me escribieron. A mí me llamó la atención entonces la energía que transmitía y posteriormente sus ganas de vivir. Soñaba con casarse en cuanto pudiera: “Si es posible con una de mi país. Cuando cumpla los 30. Cuando tenga trabajo, ahorros para regresar… Porque a mi dignidad no la han derrotado”. Esperaba la resurrección.

Recuerdo que en un momento me abracé al él. Igual que van los costaleros de los pasos de semana santa que os recordaba al principio. Mi amigo el cofrade, –y vuelvo a lo que os contaba– me dice también que escondido bajo el paso del Despojado –en este caso– por las entretelas que puede, mira a la gente que contempla la procesión. Y observa muchas actitudes, a veces indiferencia y a la vez también muchos labios susurrantes y muchas miradas fijas clavándose en las imágenes de la procesión. Otros pasan de los pasos. Pero algunos rezan, le hablan a María y a Jesús. Y otros dejan que sean las imágenes quienes les hablen a sus conciencias.

Ahora entiendo a mi amigo costalero cuando me dice lo que hace al llevar la carga abrazado a otros cofrades. Pensar en lo que lleva. Saborear desde el sacrificio la verdad incuestionable. Llevar a los dolientes del mundo. Soportar su carga.

Otros me hablan de porque quieren llevar un paso u otro. Él que quería llevar a su hombros el paso de la Verónica ( “me recuerda a mi madre” decía uno que había pasado por la cárcel) o el del Cirineo (porque dice que es voluntario y camillero de Cruz Roja). De eso se trata. De encarnar la imágenes de la Semana Santa y “trasplantarlas” a las de los despojados. Nos movilizan. Para apostar por la resurrección.

Está claro. Lo pensé recordando al migrante africano de Nador: “No soy yo quien lo lleva a hombros. Es él quien me llevaba a mí”. Jesus el despojado. Su vida ofrecida es siempre horizonte de resurrección.