Fernando Vidal
Director de la Cátedra Amoris Laetitia

La sinodalidad que inspira a la democracia


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Gran parte de la reflexión sobre lo sinodal contempla al interior de la Iglesia, pero en esta reflexión buscamos pensar cómo lo sinodal es un modo para toda la humanidad y una vía fértil para inspirar el desarrollo de la democracia humana. ¿Puede la sinodalidad iluminar el camino de la Humanidad como fraternidad universal y su modo de gobernanza? ¿Puede ayudar a profundizar el modelo de democracia?



La expresión sínodo tiene una formación y resonancias complejas, pero muy inspiradoras para la situación de las democracias y la fraternidad mundial en el siglo XXI. La palabra fusiona el prefijo que indica reunión o acción común, con la raíz de camino o viaje, y está emparentada con vocablos como método o éxodo. Se llamó sínodo al modelo de gobernanza de la Liga de Delos, aquella alianza de ciudades-estado griegas liderada por la Atenas de Arístides el Justo en el siglo sexto antes de Cristo y que dio lugar a la edad de oro ateniense, cuna de la democracia de Pericles, el arte de Fidias, el teatro de Sófocles y la sabiduría de Sócrates.

La sinodalidad no es un procedimiento concreto ni jurídico de gobierno, sino un principio inspiracional que desde aquel Siglo de Oro de la Humanidad pasó luego a la tradición cristiana, donde ha vivido un largo camino con muchas esperanzas y también contradicciones.

La sinodalidad es un principio raíz, quizás la idea más radical de gobierno de la Casa Común, y no determina un tipo concreto, homogéneo y determinado de gobernanza, pero también es un principio exigente que critica y discierne la naturaleza de muchas realidades. Es abiertamente compatible con la diversidad humana y claramente incompatible con todo lo que amenaza a lo humano.

Democracias en transformación

La civilización humana busca cómo mejorar el modelo de democracia, que tiene ante sí fuertes limitaciones y desafíos. Las limitaciones proceden de varios frentes. Por un lado, los regímenes autoritarios que aún ocupan grandes partes de nuestro mundo y el fundamentalismo presente en diversas organizaciones religiosas, ideológicas, tecnocráticas, etc. –entre ellas, también la Iglesia católica, según ha señalado el papa Francisco–. También son una amenaza los poderes oligopólicos que conspiran desde el interior de las sociedades democráticas para limitar las libertades y solidaridades.

Otra fuente de insostenibilidad de la cultura demócrata se produce en el sinsentido y relativismo que hace perder la esperanza a la gente y caer en modelo utilitarios, consumistas o nihilistas. Los nacionalismos, neocolonialismos y plutocracias globales también impiden una y otra vez, exasperadamente, que la humanidad alcance la democracia mundial y a veces parece que se pierden décadas de luchas y progreso.

Aunque la democracia ha avanzado en las últimas décadas, nuevos peligros han surgido desde su interior y han tomado cuerpo en los últimos años en el auge de los populismos y los separatismos que sabotean los intentos de concierto y cooperación internacional como el proyecto europeo, el panafricanismo o el espacio común latinoamericano. Sin embargo, las raíces de dicha insostenibilidad son más profundas y se originan en las alienaciones culturales y divisiones económicas que rompen la democracia en sus bases personales y comunitarias. El atisbo de democratización internacional que sintió la generación de la Caída del Muro de Berlín, se ha visto frustrado por el auge del poder económico y político de regímenes dictatoriales precisamente en el propio proceso de globalización.

A su vez, los movimientos sociales y pensadores han ido generando una corriente de avances que ha adquirido diversas formas en las últimas décadas y que han ido tomando forma en los que llamamos la Sociedad de los Cuidados que se basa en la prioridad de la dignidad humana, el Desarrollo Humano Integral, la escala humana y personalización, la conversación pública, la cultura de discernimiento, la participación de la sociedad civil en la creación y gestión de servicios públicos o la transparencia y la evaluación. En síntesis, llevar el principio del cuidado a todos los ámbitos de la sociedad y especialmente en la gobernanza de organizaciones y países, regiones o ciudades.

Entre las ideas y fórmulas que han ido apareciendo destacan los siguientes:

  • Democracia de consejos (que instituye consejos ciudadanos en aquellos centros o posiciones de decisión clave)
  • Partenariados (que establece una gestión compartida de bienes comunes entre Administraciones Públicas y organizaciones de la sociedad civil o empresas)
  • Poliarquías (no un único centro del que emana el poder, sino el reconocimiento de diversos centros en red)
  • Democracia de barrio (reducción de la escala política a la comunidad vecinal para que sea posible una gobernanza más participativa y próxima)
  • Inteligencia multitudinaria (la tecnología digital permite organizar grandes conversaciones públicas y proceso de decisión mucho más sofisticados que permitan recolectar muchas más propuestas, opiniones y sean aprobados por multitudes)
  • Democracia directa (en la que los ciudadanos toman decisiones muy concretas y participan en las deliberaciones sin ser mediados por representantes)
  • Votismo (las nuevas tecnologías permiten no solo referéndums mucho más frecuentes y universales, sino un estado continuo de votación)
  • Rotacionismo aleatorio (laos representantes deben ser escogidos aleatoriamente entre los ciudadanos y tener un ejercicio temporalmente muy acotado, como si fuera el jurado de un juicio)
  • Asamblearismo (crear asambleas ciudadanas abiertas en centros de decisión o alrededor de asuntos concretos)
  • Circulismo (se basa en la toma de decisiones en numerosos círculos que generan consensos que se llevan piramidalmente a otros círculos y así se va elevando y estableciendo consensos superiores)
  • Prosumidores (búsqueda de expertos capaces de aportar de forma altruista soluciones avanzadas a retos)
  • Gobierno constitucional de la Tierra (propugna el establecimiento de una única comunidad política mundial y la elección democrática por voto ciudadano directo y universal de un gobierno global)

Son solamente algunas de las ideas que se han explorado para profundizar unas democracias que cada vez tienen que afrontar retos mayores, fallan en la inclusión social y no logran alcanzar una gobernanza mundial justa. Muchas de esas ideas apuntan a elementos que son característicos de la sinodalidad y sería necesario iniciar un diálogo profundo entre dichos términos y las experiencias y comunidades que hay detrás. Por nuestra parte, pretendemos apuntar el inicio de ese diálogo pensando cómo puede la sinodalidad iluminar una humanidad más democrática.

La aportación de la sinodalidad a la profundización de la democracia

En el contexto del siglo XXI, la sinodalidad ha alcanzado una gran centralidad para dar forma a la Iglesia, es decir, a la Humanidad transformada por Cristo. Es importante la comprensión del término Iglesia porque en él reside la principal potencialidad que ofrece a la mejora de nuestras democracias. Hay en ella algo que invita a que la Humanidad entera –de todos los lugares, del ayer y el mañana y incluyendo todas las diversidades– se constituya como pueblo.

Sociológicamente, la Iglesia cristiana no es principalmente una organización, sino un fenómeno singular: el conjunto de la Humanidad mística –en unión personal y comunitaria con Dios– que se une a la esperanza pascual de Cristo –que incluye el triduo– de entrega, Cruz y Resurrección. La Iglesia fue y es un hecho que cambió la autoconcepción de la humanidad.

Según el cristianismo, el ser humano es una creación de Dios a quien le une un vínculo de amor permanente y Cristo que, siendo Dios encarnado hombre, ha culminado dicha relación abriendo para todas las personas la esperanza de alcanzar el pleno amor con Dios y todos los demás seres humanos, acompañados en el tiempo por ese mismo Dios –Espíritu Santo–. El cristianismo es religión en el sentido fuerte, una nueva religación o revinculación entre todos los seres humanos con Dios, que se hace uno más y muestra la plenitud de la humanidad. Es el principio trinitario el que revoluciona la naturaleza de la vinculación humana: un Dios Amor que crea esa relación, un Dios encarnado que se hace penamente humano y establece un vínculo de igualdad y fraternidad, y un Dios que sigue presente espiritualmente en la materia y finitud de la Historia. La Iglesia es un concepto tan radical que simplificarlo a una mera organización sería restarle la provocación disruptiva, imaginaria y fenomenológica que ha introducido en la Historia de la Humanidad.

Creyentes y no creyentes encuentran en el principio eclesial un desafío que ayuda a pensar la humanidad. El reto está en pensar los hechos religiosos sin descargarlos del mayor alcance de su naturaleza, porque en ello existe un enorme potencial de razón sea cual sea el posicionamiento en relación a lo divino. El pensamiento social generado desde la idea bíblica de Pueblo de Dios en el Éxodo, Israel, Exilio y todo su camino en la Historia, ha dado un incalculable fruto para la civilización humana y experimentó una transformación absoluta en Cristo, donde ese pueblo pasó a la categoría de Iglesia, hecho cuyo significado todavía la humanidad está desentrañando.

Que la sinodalidad sea el modo genuino de gobernanza de la Iglesia –quien también ha sufrido durante la historia la tentación de regirse como una mera organización y según el principio del poder–, tiene implicaciones de profundidad.

  • La sinodalidad une a todos los seres humanos, sean o no cristianos, busca la inclusividad absoluta, no sujeta al igualitarismo, sino reconociendo que cada uno es un ser único y singular, la igualdad de los únicos. Es universal, transnacional y transgeneracional. No solo se restringe a los seres humanos, sino que solidariza a la humanidad con la vida y la Casa Común.
  • La sinodalidad no establece la humanidad como un sistema cerrado, sino que es esencialmente relacional y está abierta al encuentro personal y como pueblo con Dios.
  • Es un proceso que pone en el centro el amor y la libertad. Busca la comunión de tal modo que promueve la máxima libertad, es una autonomía interdependiente. No se guía por procesos de poder, sino por lo contrario, por la entrega, el no-poder.
  • Es procesual, hace camino, requiere tolerancia a la vez que es consciente de que no camina hacia una meta, sino un horizonte, es más un éxodo que una carrera cerrada. Asume las contradicciones y peores caídas con esperanza y reconciliación.
  • Es una comunidad de confianza en que cada persona puede hacer la mejor contribución al bien común y tiene fe continuamente en su recuperación cuando no sucede.
  • Es una comunidad de esperanza incluso ante el mal y la muerte y, a la vez, una comunidad de misterio que reconoce con respeto la libertad de las personas. La sinodalidad trasciende la muerte de cada generación y cree en la redención de la humanidad y cada persona.
  • Es diversa y toma formas distintas, es un principio radical que se adapta en la historia, va tomando distintas formas. Para ello es crucial lo que el papa Francisco denomina el carácter poliédrico: el conjunto no es homogéneo, sino que es la comunidad y convivencia de diversidades. Eso se aplica a la idea de laicidad inclusiva o positiva, que logra la convivencia de todas las religiones, cosmovisiones e ideologías contribuyendo desde lo particular al bien común y cocreando bienes, servicios, principios y expresiones comunes.

Todos ellos son principios extraordinariamente importantes. La democracia sinodal es profundamente relacional, no solo reconoce el valor absoluto de cada persona, sino que cada uno es esencialmente relacional, que estamos relacionados con la Casa Común y el cosmos, y vinculados a Dios o abiertos relacionalmente a esa trascendencia. La sinodalidad busca intensamente a la vez la libertad y la vinculación, que se hacen simultáneamente posibles en el amor. La sinodalidad pone el amor en el centro de la democracia, que queda superada como mero procedimentalismo o instrumento jurídico contractual.

En la democracia sinodal hay dos elementos que destacan: la cultura de discernimiento y la deliberación pública. La cultura pública de discernimiento, la cual consiste en la capacidad de la población y sus organizaciones –medios de comunicación, representantes políticos, ONG, etc.– para seguir el bien común y formar correctamente una opinión compartida respecto a un hecho. Esa cultura de discernimiento alimenta la democracia deliberativa, que es aquella donde las decisiones son resultado de una búsqueda compartida, profunda, inclusiva y benévola por parte de la pluralidad de actores afectados. Los modos para deliberar comienzan por el reconocimiento de los actores: la integración y participación de todos los actores implicados, con especial énfasis en la inclusión de aquellos que carecen del poder para hacerse presentes con su propia voz y ser escuchados.

La sinodalidad establece un principio radical: en cada persona hay potencialmente una voz que nos conduce al bien común y la verdad, y el caminar juntos requiere que cada uno encuentre el espacio donde expresarse y se dé el valor que requiere su aportación. La tradición bíblica destaca que muchas veces quien revela lo más acertado no es quien tiene mayor poder, experiencia o más sabe, sino que con frecuencia la voz más clarividente es la de alguien imperceptible e imprevisible.

El Nuevo Testamento nos dice que el Espíritu Santo sopla cuando y donde no se sabe, generalmente en quien no posee el poder social para hacerse escuchar y lo hace con un susurro, en voz baja, de modo que hay que poner atención para escuchar. Para la democracia no basta la igualdad, sino que es necesario incluir el factor de la radical singularidad de cada cual. La verdadera igualdad es la que permite que todos seamos igual de únicos y de cada uno se espere lo mayor. La deliberación, por tanto, no es solo la de iguales, sino que se está atento a donde aparece la inspiración de la palabra que ayuda a todos a mirar con claridad.

La deliberación comienza, por tanto, creando una comunidad de deliberación y si la calidad de dicha comunidad es alta –representa a todos, posibilita la participación equitativa, está atento a todas las voces– ya se consigue avanzar enormemente hacia la identificación del bien común. Generalmente los problemas de la democracia no están en los métodos decisionales, sino en las exclusiones que impiden que haya una participación inclusiva. La primera condición de la sinodalidad es la justicia.

Un problema de la participación es que gran parte de ella se encauza a través de representantes políticos y organizaciones de la sociedad civil. Respecto a lo primero, la representación requiere una correcta conformación del liderazgo, entendido no como poder, sino como servicio. El problema es la calidad de conexión y lealtad de los representantes de la soberanía popular con el pueblo o distritos a los que representan. Solamente una sociedad civil local densa en donde esté arraigado el representante garantiza que su voz pública sea justa y sirva al interés general, no a sí mismo ni a partidismos.

La sociedad civil, por otra parte, suele ser asimétrica: quienes tienen más poder social disfrutan de más organizaciones y más potentes, y suelen participar más en la conversación pública. Constituir una comunidad de deliberación requiere desarrollar organizaciones que representen correctamente al conjunto de afectados y con similar capacidades colectivas.

En la constitución de la comunidad deliberativa no solo tienen que estar todos y ser reconocidos en su voz específica –por ejemplo, las víctimas–, sino que la relación básica entre los miembros puede contaminar o ayudar la reflexión. Por eso la sinodalidad pone tanto énfasis en trabajar la fraternidad, el reconocimiento y la empatía, la fraternidad y la paz, encontrar la gratitud común, crear confianza y aprecio personal por los otros, deshacer las caricaturizaciones y encontrarse con el rostro real de las personas, evitar actuar como partidos y superar las polarizaciones. Generalmente los problemas para avanzar en la democracia parten del deterioro de los vínculos y hasta el odio. La verdad se encontrará en la medida que se genere una comunidad de amor. Establecer las condiciones de sinodalidad requiere trabajar por la justicia, la amistad cívica y la paz.

Eso implica lo que llamamos una politología positiva: el aprecio social de virtudes públicas como la gratitud y gratuidad, la compasión y la entrega, el perdón o la servicialidad. Sin duda en nuestras sociedades hay conflictos y contradicciones, existen comportamientos colectivos negativos, pero la sinodalidad siempre se guía por la esperanza de que el bien es más profundo que el mal, la verdad más elevada que la mentira y la belleza más perdurable que el horror.

La cultura de discernimiento desarrolla social y políticamente muchas de las categorías de la sabiduría ignaciana –que va más allá de la comparación de pros y contras, tan difundida entre la gente– y una de ellas es una tercera condición clave: la indiferencia. La indiferencia democrática consiste en el estado de generosidad y confianza que hace que los ciudadanos trasciendan sus intereses y prejuicios parciales, con el fin de poder identificar el bien común.

Participantes en el Sínodo de la Sinodalidad en el Aula Pablo VI

Gran parte de los esfuerzos de la deliberación no se dirigen a resolver enigmas o cuestiones muy difíciles de dirimir, sino a que las partes implicadas acepten un bien común que en el fondo todos reconocen como cierto, pero contradice los intereses materiales de un sector y se defienden pantallas ideológicas que tratan de llevar la decisión a lo suyo. Como en la segunda encrucijada (segundo binario) que Ignacio de Loyola plantea en las decisiones, hay veces que los colectivos se disponen a decidir, pero acaban desviándose del bien común porque tratan de que el mismo sea la opción que más beneficia sus propios intereses. Así pues, trabajar la indiferencia –no inclinarse por nada que no sea el bien común– en la comunidad deliberativa es crucial.

Esa indiferencia no se produce de modo ideológico ni en abstracto, sino por la contemplación del sufrimiento concreto que se busca superar o el desarrollo que necesitan personas o grupos para expandir su potencial. Por tanto, tanto cuanto la voz de las víctimas y los necesitados sea escuchada, se conformará la indiferencia, que no se forma por una actitud doctrinal, sino por amor a quienes la sociedad debe proteger o potenciar.

Sería necesario un trabajo sistemático que explorara la proyección que pueda tener la sabiduría ignaciana del discernimiento en la democracia deliberativa y la cultura pública de discernimiento.

Humildad y potencialidad

La sinodalidad ofrece un gran potencial para el desarrollo de una gobernanza de la humanidad más fraterna y democrática en cada lugar y en el conjunto del planeta. A la vez, sabemos que la Iglesia también tiene mucho que aprender de las conquistas democráticas de los pueblos y movimientos sociales.

Es crucial la humildad a la hora de compartir la idea de sinodalidad porque es un hecho que las iglesias han violado todos y cada uno de esos principios a lo largo de la historia –pensemos tan solo en las guerras de religión o en el colonialismo religioso–, incluso en sus peores formas. No obstante, también eso da todavía mayor profundidad, ya que del mismo modo ha experimentado procesos de revisión, perdón y transformación en los que han sido puestos en juego todos los dramas, talentos y tensiones del ser humano. Eso ha creado un depósito de sabiduría y experiencias que iluminan los complejos procesos de nuestras sociedades.

La Iglesia, la humanidad en Cristo, necesita profundizar su carácter sinodal y eso constituye el centro de las reformas católicas iniciadas por el papa Francisco y la mayor parte de la comunidad católica. Otras denominaciones cristianas hace siglos que implementaron modos de mayor hondura sinodal. En la división de la Iglesia se conculca, por otra parte, la esencia eclesial de la unidad de la Humanidad, lo cual interroga a las formas de sinodalidad adoptadas por la diversidad de denominaciones. El ecumenismo es el camino de restitución de la sinodalidad universal para comportarse como la Iglesia intacta que Roger de Taizé mostraba que subyace a esas separaciones temporales.

Sin duda, la capacidad de la sinodalidad para iluminar la gobernanza de la fraternidad universal dependerá de cómo los cristianos la hagan realidad. No solamente en el gobierno mundial de la Iglesia, sino en el proceso ecuménico entre las diferentes denominaciones y también en la vida de las más pequeñas y locales comunidades cristianas, en sus modos de unir, crear, decidir, compartir. La gobernanza de esos pequeños grupos y comunidades locales contienen principios sinodales de gran potencial inspirador para el conjunto de la humanidad. Los avances que la política implemente en los procedimientos democráticos tendrán que haber sido experimentados primero en otros espacios sociales de gobierno.

Lo cierto es que el horizonte de la fraternidad universal y la comunión con la vida natural, el planeta y el cosmos, reclaman a la humanidad andar nuevos caminos que profundicen y amplíen las democracias sin dar un paso atrás en los derechos y libertades fundamentales, pero abiertos a aspirar a lo mejor a cuyas formas a veces solo nos guían el deseo, la esperanza y la imaginación.