Trinidad Ried
Presidenta de la Fundación Vínculo

La alegría inefable del retorno


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Probablemente la situación en cada país es muy diferente y el grado de retorno a la “normalidad” (si es que esta existe o existió alguna vez) varía mucho cruzando cada frontera. En Chile, literal y simbólicamente, estamos viviendo lo que llamamos “un veranito de San Juan” en medio de un invierno que aún no quiere manifestarse. Los colegios y universidades se han vuelto a preñar de niños y jóvenes con sus risas y ruidos; las calles se visten de nuevo de adultos ocupados y apurados; las vitrinas respiran aliviadas al ver que alguien nuevamente las mira;  las cocinas de los restaurantes  se entibian entusiasmadas con nuevos sabores y paladares exigentes; los hospitales se van sanando a sí mismos al ver que su pulso se calma y su presión baja; las plazas vuelven a jugar con los más pequeños y a acunar a los más ancianos; las carreteras vuelven a irrigarse con vehículos que rugen y los aviones ostentan su poderío entre la cordillera y el cielo. La vida está retornando a su cauce natural; está nutriendo lo que estaba a punto de infartarse de soledad y está llenándonos de un gozo que es difícil de explicar.



Vuelven las costumbres

Vuelven los bautizos, las primeras comuniones, los matrimonios, los cumpleaños, los  velorios y hasta las visitas al hospital. Vuelven los abrazos, los cafés, las cervezas y la amistad. Vuelven los sueños, los proyectos, los planes, los kilómetros y la posibilidad de elegir para dónde ir y con quién estar. Como peregrinos de un eterno desierto, tragamos cada gota de vida con profunda gratitud y conciencia de que es bendición y no obviedad. Todo nos parece nuevo, un regalo, un néctar de presente que queremos sentir y gustar antes que debamos volver a encerrarnos o cuidarnos más. Bendecimos una mañana de compras como si fuese un comercial de libertad concentrada. Una feria ambulante se asemeja a un paraíso de color y aromas para embriagar. Una comida familiar o social se nos antoja una perfecta ocasión para expresarnos amor verdadero, contención, consuelo y amorosidad guardada por cualquier otra banalidad. Estamos como recién nacidos haciendo consciente cada bocanada de aire como una maravillosa y fragante novedad.

Ahora no es el momento de sacar lecciones ni pensar cómo continuar. Eso será mañana y nos deberemos aplicar con rigurosidad. Sin embargo, sólo por hoy, es justo y necesario detenernos a contemplar y agradecer la vida en todo su ancho y profundidad. Estábamos tan sordos y absortos en tonterías que no tenían peso vital, que hoy es tiempo de volver a renombrar admirados y agradecidos por todo lo que somos y la realidad. Hoy es tiempo de agradecer, salir más allá de nuestras puertas y ver otros paisajes saltando las rutinas y la cotidianeidad. Es momento de celebrar volver a vernos de cuerpo entero y sin una pantalla para conectar. Es la hora de agradecer que nos separe una mesa y no un mameluco de plástico y un escudo facial. Es ocasión de volver a despertar los sentidos que quedaron rezagados con la distancia social: el olfato, el tacto y el gusto están prestos para trabajar y desde este mismo momento es nuestra decisión hacer que cada ocasión sea alegría, color, aroma, nota musical y abrazo compartido que fortalezca la trama de vínculos que tanto se dañó.

Todo lo que logremos atesorar en este veranito, será la miel que ocuparemos  para nutrirnos cuando haya que enfrentar las adversidades que ya están y las que vendrán. Como dice san Ignacio de Loyola, si tenemos este tiempo de consolación, guardemos alegría para cuando venga la desolación. Además, esta bella e inocente alegría del retorno es la fuerza reponedora que necesitamos para ir a sostener, consolar, ayudar y contener a tantos que aún viven un invierno existencial.