En Navidad, recordemos al ecónomo san José


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Quizás san José es el gran olvidado de las Navidades. En tantísimas ocasiones es un mero decorado, junto a mula y buey; un hombre anciano o encorvado; un personaje aparentemente prescindible frente a la Madre Inmaculada y el Niño Dios. No falta razón a esta intuición: san José no dice una sola palabra en todos los Evangelios.



Es intencionadamente el hombre escondido, el guardián en las sombras, el personaje que premeditadamente actúa oculto, en lo secreto de la noche, en lo íntimo de los sueños. Es quizás el mejor patrono posible para todos aquellos que cuidan de sus hermanos desde el total anonimato de un trabajo bien hecho.

Por esa razón, queremos terminar el año refiriéndonos a él como patrono principal de los ecónomos, aprendiendo de sus cualidades y virtudes. En primer lugar, debemos considerar el honor de san José. Tantas veces tenemos la imagen del anciano, cuando, como recuerda el venerable Fulton Sheen, un carpintero fornido que aguantó la noche en el Portal y los viajes a Egipto tenía que ser “un hombre joven, fuerte, viril, atlético, bien parecido y casto”.

No solamente eso: Mateo presenta su genealogía como descendiente directo de David, por Salomón, siendo para sus contemporáneos un miembro de la estirpe real. Se casó nada menos que con la Niña de la Promesa, con otra descendiente de David, como nos muestra san Lucas al presentar la genealogía del otro abuelo, Elí (Eliaquim o Joaquín), que llega al famoso rey por el profeta Natán.

Y, no obstante, este hombre fuerte y justo, santo a los ojos de Dios y de gran prestigio y apellido a ojos del pueblo; es el prototipo de la humildad. Cuántas veces el ecónomo, hombre de estudios y de grandes capacidades, piedra angular de la logística de una misión divina, está escondido y su trabajo es anónimo. San José, con toda su aureola, se sabe ínfimo ante el Padre celestial de Jesús; se sabe criatura frente a su Hijo, que es más que él; se sabe limitado y contingente ante la enormidad de quien le ha dado su misión.

Humildad

En eso consiste la humildad. Derivada del latín humilis, que igual que la palabra “hombre” o “humanos”, su raíz última procede de humus, que significa perteneciente a la tierra, formado del polvo de la tierra: “Recuerda que eres polvo, y que al polvo volverás” (Gn 3,19). No es fácil asumir esta pequeñez, pero Dios no es indiferente ante la humildad. El humilde es polvo, pero polvo de estrellas: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños” (Mt 11,25).

Como dice santa Teresa, la gran devota de san José, “humildad es andar en verdad”. ¿Qué significa esto? El ecónomo, como todo ser humano, es un ser limitado en sus potencialidades, y en su personalidad es imperfecto. Sin embargo, de este conocimiento de nosotros mismos hacemos virtud, porque nos permite ser plenamente conscientes de quiénes y cómo somos, y de buscar la ayuda necesaria para superarnos. La verdad sobre nosotros mismos, sobre nuestros límites, potencias y cualidades, es la posibilidad de una acción fructífera.

Por eso la humildad tiene dos consecuencias prácticas para el ecónomo y para Alveus.

  • Primero, permite un movimiento clave en la gestión económica y administrativa: la delegación. Solamente cuando uno es consciente de que no puede llegar a todo, puede poner en práctica el principio de subsidiariedad: delegar en los organismos especializados aquellas tareas que harán mejor y más eficazmente que nosotros.
  • Segundo, la humildad desarrolla un sentido del agradecimiento: sabiendo que debo todo a Dios, puedo asumir las tareas que me encomienda con la confianza plena en que su triunfo o fracaso está en manos de la divina Providencia. En ambas enseñanzas, debe seguir el ecónomo el ejemplo de santa Teresa: “Tomé por abogado y señor al glorioso San José”, padre de Jesús, patrono de la Iglesia, protector del economato.

¡Feliz Navidad!

Un servicio ofrecido por:

alveus

 

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