David Luque, Profesor en Universidad Complutense de Madrid
Profesor en Universidad Complutense de Madrid

El ecumenismo de la cerveza


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Señor,

Antonio vino a ayudarnos un poco porque m.j. llega cansada del trabajo y ya bastante tiene, un poco porque yo no soy el hombre más apasionado montando muebles. No tiene que ser cómodo trabajar a diario en otras casas, pero, pese a que Antonio se mostró muy reservado al principio, aceptó un café mientras planificaba el orden de las tareas. “No tengas prisa por terminar hoy”, le comenté, “vamos a estar aquí lo que queda de verano y puedes pasarte en otro momento”. Como suelo sentirme torpe cuando alguien arregla los desperfectos de mi casa, intento mostrarme más solícito y atento que de costumbre. Así que entre pásame esa herramienta y deja allí esta otra, Antonio me comentó que era piloto de aviones hasta que la pandemia redujo el tráfico aéreo y se quedó sin trabajo. “Vaya, pues sí que…”, comencé a decir cuando él replicó: “No, pero yo creo que existe Dios y que las cosas no suceden porque sí”. Entonces, le propuse una cerveza que él aceptó mientras sonreía porque ya llevaba un par de tareas y esperaba terminar el resto pronto.



Dos ex alumnos jesuitas

El primer trago lo dimos después de marcar unos agujeros en la pared. Descubrimos que ambos habíamos estudiado con los jesuitas, él en la infancia y yo en la universidad. De hecho, Antonio aprendió esas habilidades de albañil diestro ayudando a construir casas o colegios o parroquias –ahora no recuerdo bien– durante sus veranos con la Compañía, que son los que le llevaron más tarde a sus estudios como piloto, y, de ahí, a dejar el catolicismo y asentir al protestantismo. “¿Pero y eso?”, le pregunté riéndome antes de que él comenzara también a carcajadas después de otro trago limpio y seco a la cerveza, que concluyó con un: “¿Y pues?”. “A mí me sucedió justo lo contrario que a ti”, le confesé, “que fui protestón en la adolescencia, y, de ahí, comencé a tener muchas dudas, y, de ahí, terminé en el catolicismo porque me pareció que tenía más respuestas, entre otras cosas”. “Y qué respuestas encontraste, a ver”, me preguntó, a lo que respondí: “La que me vas a dar cuando te ofrezca otra cerveza”.

Cuando terminamos de montar los muebles eran cerca de las once. m.j. se había dormido en el sofá, con la televisión encendida y la ropa de calle puesta, así que nos sentamos en un banco del parque, frente a los contenedores donde dejamos los restos de cartón y plástico, para bebernos la última cerveza y despedirnos. Golpeamos los cascos de la botella, nos guiñamos un ojo, chascamos la lengua. “Antes me preguntaste cómo pasé de los aviones al protestantismo. ¿Quieres saber lo que sucedió?”. Levanté las cejas expectantes. “Cuando debía pasar tanto tiempo fuera, siempre encontraba una iglesia que era como una familia para mí, me acogían, se preocupaban porque no me faltara nada”. Terminó la botella y la dejó en el suelo, entre sus pies, mientras recordaba los aeropuertos de Abu Dhabi y del Cairo, y las noches cenando solo en el restaurante del hotel, apurando el vino que el camarero le dejaba a mitad de precio porque no se había gastado durante el resto del día. Yo comenté, abstrayéndome de los matices teológicos y pensando en los años que yo mismo he pasado fuera, que “eso he vivido también yo en el catolicismo: que, al final, ser una iglesia es sencillamente ser una familia”. Luego, ya mientras regresaba de acompañarle a su furgoneta, Señor, pensé que Chesterton estuvo más cerca del encuentro entre religiones de lo que ni él mismo imaginaba.

Sinceramente tuyo.