Rosa Ruiz
Teóloga y psicóloga

De amores y cenizas


Compartir

Evidentemente, no soy la primera ni la única que juega con esta feliz coincidencia: miércoles de ceniza y día de los enamorados. Es más: parece que ya Quevedo (D. Francisco, el de Villegas, no el cantante de moda), intuyó que ambas realidades tenían mucho en común. El mismo Luis María Ansón, miembro de la Real Academia de la Lengua, defiende que el escritor del Siglo de Oro español escribe estos versos cantando al amor eterno, más allá de la muerte, motivado por la invocación cuaresmal: “Acuérdate que polvo eres y en polvo te convertirás”.



Ahora, con la renovación litúrgica, al imponer la ceniza se recomienda: “Conviértete y cree en el Evangelio”. En una cultura y una Iglesia como la nuestra, donde las postrimerías y lo escatológico dejaron de tener espacio hace tiempo, eso de recordarnos que nos vamos a morir para vivir una vida más plena, no tiene mucha audiencia. Quizá si lo escucháramos con el poema de Quevedo de fondo, nos sonaría distinto porque no solo caeríamos en cuenta de que nos vamos a morir, que hay que aprovechar el tiempo que tenemos aquí y todo lo que la vida nos ofrece para vivirla; también recordaríamos que si algo va a permanecer tras la muerte es el amor:

“Su cuerpo dejarán, no su cuidado;

Serán ceniza, más tendrá sentido;

Polvo serán, mas polvo enamorado”.

Gratuidad sin medida

Seamos lo que seamos ahora, al terminar esta vida, ojalá lo seamos enamorados, garantía de eternidad. También lo dice Pablo pero con eso de recluirlo a lectura de bodas, igual se nos escapa:

“El amor no acaba nunca. Ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, las tres. Pero la mayor de todas es el amor” (1Cor 13, 8.13).

Para enamorarse no hace falta que te correspondan. Esa es una de las paradojas del amor. Aunque nadie quiera estar en esa tesitura. Sin embargo, lo que da sentido a las cenizas y al polvo, dice Quevedo (y Pablo) es vivirlas con amor. Y todo amor, toda entrega, toda gratuidad sin medida, deja cenizas antes o después. Inevitable.

Por eso me parece tan feliz coincidencia la de este año. Si esta es la promesa y la invitación para toda la eternidad, no será mala recomendación para adentrarnos en la Cuaresma, en este tiempo previo a la Pascua. Diría que es casi como una pequeña alegoría anual, una especie de maqueta a escala: la humildad de sabernos polvo y ceniza (en tantas cosas, dimensiones, relaciones, deseos…) junto a la luz poderosa de sabernos capaces de amar y cuidar, de ir más allá, de mirar la vida en-amoradamente. Y en esa frágil confianza, caminar.

Vivir con la Pascua como horizonte (definitivo y progresivo) es asumir con paz los restos de cuanto somos y vivimos, especialmente de todo aquello que ya no brilla, aquel fuego en estas cenizas. Es también ejercitar la fe y la esperanza para no caer en la tentación de pensar que no tuvo sentido, que no mereció la pena; y, sobre todo, que no hay pérdida que no siga habitada por la semilla de algo nuevo, algo por despuntar, por desvelarse, por vivir.

Vivir enamorados, prendados de algo o alguien, entusiasmados, apasionados… es mucho más que tener o no tener pareja. Es una actitud vital. Es una declaración de intenciones. Y si además somos capaces de vivirlo más allá de ser correspondidos (por algo o alguien), entonces, todas nuestras cenizas tendrán sentido. No podremos improvisar en el último momento. Vayamos practicando. Porque “es fuerte el amor como la muerte… Si alguien pretendiera comprar el amor, solo lograría desprecio” (Ct 8,6-7).